“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

26/4/12

Diego Rivera / Arte público, museos privados

La exposición de las obras de Diego Rivera en un museo privado desafía todo lo que deberían representar

Hamid Dabashi

Te costará 25 dólares la entrada al Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York. Si vas con tu esposa o pareja, serán 50. Si te acompañan dos hijos y tienen más de dieciséis años, aumentará a 100 dólares, los niños pequeños y los ancianos tienen un pequeño descuento. ¿Y tal vez otro descuento para gente común y corriente? “¿Forma parte de alguna corporación? preguntará la amable persona de la taquilla si le consultas. ¿Por lo tanto si uno trabaja para Goldman Sachs, por ejemplo, podría entrar gratis? “También hay otros beneficios” te dirá el servicial personal en el gran vestíbulo del MoMA.

Ahora, supongamos que te gustó una exposición del MoMA y quieres comprar un catálogo del artista. Te costará unos 50 dólares. O sea que la visita de una familia de cuatro personas al MoMA ascenderá a unos 150 dólares.

En Nueva York, según tu nivel económico y dónde vivas, ese precio representará una o dos semanas de compras de víveres para una familia promedio de cuatro. Sí, hay gente que vive en Nueva York cuya botella de vino en un restaurante cuesta más que eso, pero son de los que entran gratis al MoMA.

Ahora bien, para cualquier visita normal al MoMA es un coste bastante prohibitivo, pero si uno quiere realizar una visita especial para ver la exposición de “Diego Rivera: Murales para el Museo de Arte Moderno”, esa suma provoca varias preguntas serias.

Unos 50 millones de personas en EE.UU. (más de un 15% de la población total) viven bajo la línea oficial de la pobreza, lo que quiere decir, en 2011, un ingreso anual de 22.350 dólares para una familia de cuatro. Es justo decir que Diego Rivera quería que su arte fuera para todos esos 50 millones de personas y más. Dividido por cuatro, ese ingreso anual asciende a 5.587,50 dólares anuales por persona, que divididos entre 365 días, son 15,30 dólares diarios (dejemos por un momento a un lado a la humanidad en general, porque “por lo menos un 80% de la humanidad vive con menos de 10 dólares diarios”). En otras palabras, para poder entrar en el MoMA y conocer las obras de arte de Diego Rivera, una familia de cuatro de esos 50 millones de pobres tendría que pasar sin alimento y vivienda durante 10 días.

Un revolucionario mexicano en el corazón del capitalismo estadounidense

Diego Rivera llegó a EE.UU. (1886-1957) como un comunista de principios y un artista mural de reputación mundial. Entre 1922 y 1953 Rivera había pintado murales en su país y en el resto de Norteamérica. En 1931, una retrospectiva de sus trabajos en el MoMA consolidó su reputación como una personalidad importante del arte público.

Conmemorando la exposición en el MoMA de 1931 a 1932, la exposición Diego Rivera / Murales para el Museo de Arte Moderno reunió, después de 80 años, cinco “murales portátiles” sobre la Revolución Mexicana y Nueva York de la era de la Depresión.

Con un tamaño de hasta 1,8 por 2,5 metros, con un peso de hasta 450 kilos, y hechas de yeso pintado al fresco, hormigón y acero, no cabe duda de dónde y con qué propósito deberían exhibirse esas magníficas obras de arte: en cualquier sitio salvo en un museo privado cuya visita cuesta el pan y el techo de toda una familia.

La exposición del MoMA, que comenzó a mediados de noviembre de 2011 y terminará dentro de poco, a mediados de mayo de 2012, incluyó los murales que, por su puro tamaño y magnitud reflejan la política revolucionaria y las preocupaciones públicas del magnífico artista mexicano.

Nacido y criado en México, Diego Rivera viajó a Europa, donde conoció en París las obras de Cézanne, Gauguin, Renoir y Matisse. Pero su examen minucioso de los frescos del Renacimiento de Italia desarrolló su fuerte convicción en el arte público, que conectó creativamente con el espíritu revolucionario mexicano. Su dedicación al espacio público, su preocupación por temas centrales a la vida pública y su compromiso profundamente arraigado en las causas sociales fueron factores definitivos en el arte de Rivera, un compromiso decidido contra el espacio privatizado (corporativizado) en los museos.

Desde los años 30, mientras EE.UU. caía en la Gran Depresión, Rivera fue a ese país, donde en tres sitios -el Club de Almuerzo de la Bolsa de Valores de EE.UU., la Escuela de Bellas Artes de California y el Instituto de Artes de Detroit– llevó el alcance de su arte público al corazón enfermo del capitalismo.

La (poca) fortuna del arte público

A la elite dominante de EE.UU. no le gustó lo que mostraba Rivera. En el mural para el vestíbulo del edificio RCA en Rockefeller Centre optó por pintar a Lenin como figura central. Gestos semejantes no eran accidentales en su arte, lo definían. “Un artista”, creía, “es sobre todo un ser humano, profundamente humano hasta el centro. Si el artista no puede sentir todas las cosas que la humanidad siente, si el artista no es capaz de amar hasta olvidarse de sí mismo y sacrificarse a sí mismo, si no baja su pincel mágico y encabeza la lucha contra el opresor, entonces no es un gran artista”.

Con ese tipo de ética de su estética, Diego Rivera fue definitivo en la formación de un arte nacional mexicano como modelo de su apropiación deliberadamente provocativa del espacio público para una conciencia revolucionaria global. Esa percepción sobrepasó su patria, se expandió hacia Latinoamérica y finalmente llegó a los engranajes globalizados del capitalismo en Norteamérica. Fue definitivo para la idea misma del “arte público” como intervención estética en la definición y reivindicación del espacio público para propósitos revolucionarios.

El encarcelamiento de esas artes públicas en el espacio privatizado del MoMA es tal vez el recuerdo más destacado de que apenas ha quedado algún espacio público en una ciudad que expulsó por la fuerza a los activistas de Ocupa Wall Street del Parque Zuccotti porque el parque sigue siendo “un espacio privado”.

El problema de la exposición de Rivera en el MoMA no tiene que ver con el precio prohibitivo de la visita. Afecta la experiencia en sí del intento de adaptarse a un arte público en un confinamiento privado. El poder compositivo y la audacia de “Fondos congelados” de Rivera (1931-1932), por ejemplo, muestran el poderío vertical de rascacielos dominando sobre la horizontalidad aplanadora de los trenes subterráneos, todo lo cual se aleja en el trasfondo de un espacio parecido a una morgue donde los cuerpos de los desvalidos se acumulan como sardinas en una lata. La audacia compositiva del cuadro, colgado en las múltiples grúas proyectadas, proyecta los rascacielos como el espacio alienado de la modernidad capitalista que Rivera enfrentó cuando llegó a EE.UU., todo subrayado en el fondo mismo del cuadro, donde los neoyorquinos ricos depositan sus preciosas pertenencias, todo durante la Gran Depresión.

Contemplar el cuadro en una pequeña galería del MoMA es como escuchar una sinfonía de Beethoven en un ático en el que ni siquiera cabe toda la orquesta, para no hablar de los instrumentos, y olvidad al público.

Es el desafío formal del cuadro que exige un escenario mucho más amplio para ser comprendido y revelarse. Es audaz, valiente, colérico, desafiante, descarado. Rivera hizo que la alta sociedad de Nueva York entendiera sus cuadros mostrando lo que había sucedido en las revoluciones mexicana y rusa, y lo que sería el futuro inmediato en la Gran Depresión. Toda la magnitud estética de esa trascendental ocasión está ahora formalmente comprometida (y por lo tanto estéticamente estropeada), en esta exposición.

Sucede algo extraño al contemplar estos cuadros en el MoMA en compañía de la élite burguesa del Upper West Side [parte noroeste de Manhattan], totalmente ajena al mundo y a lo que produjo esos cuadros. No hay ánimo en el aire del tipo que Diego Rivera debió de experimentar, pero tampoco hay algún brío. El lugar de este museo se encuentra a años luz no solo de esos tiempos y desesperaciones revolucionarias, sino también del hecho y fenómeno de la vida, incluso tan cercanos a los vividos por millones de neoyorquinos que nunca se podrían permitir siquiera acercarse al MoMA, y menos todavía gastar dos semanas de su sustento diario para pagar por lo que su propio pintor les muestra de su mundo.

Estos murales son específicos al lugar, en el caso del arte público, contrariamente, por ejemplo, a la pintura de miniaturas persas, indias o chinas, que son artes afiliadas a las cortes y ampliamente distintas del origen burgués de los museos europeos y estadounidenses. Esas cosas –el arte de Rivera y las galerías de arte– no son compatibles. Existe una falsa e incómoda proximidad en esas obras cuando uno las mira tan de cerca. Son, en su propio ser, índices de espacios públicos en una ciudad en la que sus ciudadanos ni siquiera pueden ir a un parque para protestar contra la tiranía del capital que dirige sus vidas sin ser violentamente expulsados, porque están violando un espacio privado.

Medidas de lo común

Como arte público, esos murales se hicieron para que se vieran en público, y por lo tanto su magnitud y proporcionalidad corresponden a un espacio público, abrazando efectivamente al público que los contempla, como ellos contemplan al público. Ni normativa ni imaginativamente esos cuadros se imaginaron en el espíritu de un ambiente de museo de alta burguesía, sus galerías, corredores, iluminación, y salones serpenteantes. Como arte público, las obras maestras de Rivero también implican un cierto tipo de aspecto informal, cuando la gente va camino al trabajo, porque el trabajo y los trabajadores son definitivos para esas obras de arte. Desafían la mirada directa, solemne y fija de cerca; son simplemente demasiado poderosas para mirarlas detenidamente. Su presencia espacial llena plazas y lugares públicos y por lo tanto, forzosamente, apabullan las limitaciones enredadas de una sala dentro de una galería. Diego Rivera imaginó sus murales de la misma forma que Beethoven compuso sus sinfonías, y cuando el arte iba abandonando las cortes y catedrales y se apresuraba a abrazar la historia en los espacios mucho más vastos del público. Ahora unos 50 millones de estadounidenses están más allá de la geografía imaginativa del MoMA.

Rivera llevó su arte al lugar donde importaba, el espacio público; optó por tamaños de proporciones épicas precisamente porque quería que su arte se viera en calles y pasajes, en plazas públicas, en la encrucijada de la historia, en los estados de ánimo y modos de la rebelión contra la tiranía y la injusticia. Cuando se extravían de una plaza pública a un museo privatizado, ese arte pierde su alma y se convierte en una sombra alienada de sí mismo.

Las almas de esos cuadros públicos han abandonado hace tiempo sus cuerpos privatizados. Están allí en las elegantes salas del MoMA como residuos momificados de lo que fuera otrora, un magnificente monumento al espíritu indomable de las artes revolucionarias. El capitalismo lo vende todo, incluso –o tal vez particularmente– los restos y reliquias de lo que fueron insignias revolucionarias.

Todos los otoños, cuando los nuevos alumnos de cualquier universidad norteamericana se despiden de sus padres y de su timidez adolescente y entran a sus dormitorios, aparecen repentinamente vendedores callejeros, vendiendo posters de Che Guevara y de Malcom X y realizan activos negocios vendiendo radicalismo a los jóvenes estudiantes para que los cuelguen en sus paredes durante un año o dos antes de que tengan que tomar en serio sus estudios y se preparen para Wall Street.

Por un precio similar, o tal vez por un poco más, también se venden posters de “Valores Congelados” (1931), “Zapata” (1931) o “El Levantamiento” (1931) de Diego Rivera.

El espíritu de Diego Rivera ha abandonado hace tiempo el MoMA y planea ahora en algún sitio entre Zuccotti Park de Nueva York y la Plaza Tahrir de El Cairo –planea sobre la Plaza Syntagma en Atenas, la Plaza Azadi en Teherán, la Puerta del Sol en Madrid y los restos de la Plaza Perla en Bahréin– donde jóvenes artistas urden las proporciones de su tenacidad orgánica entre lo hermoso y lo justo.

Hamid Dabashi
Hamid Dabashi es profesor de Estudios Iraníes y de Literatura Comparada den la Universidad Columbia de Nueva York. Su libro Arab Spring: The End of Postcolonialism será publicado en mayo de 2012 por Zed. Nacido el 15 de junio 1951 en una familia de clase obrera en la ciudad suroccidental de Ahvaz en la provincia de Juzestán de Irán, Hamid Dabashi recibió su primera educación en su ciudad natal y sus estudios universitarios en Teherán, antes de mudarse a los Estados Unidos, donde obtuvo un doctorado de doble en Sociología de la Cultura y Estudios Islámicos de la Universidad de Pennsylvania en 1984, seguido por una beca posdoctoral en la Universidad de Harvard. Escribió su tesis doctoral sobre la teoría de Max Weber de la autoridad carismática, con Philip Rieff (1922-2006), el más distinguido crítico de Freud cultural de su tiempo.
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens 
http://www.aljazeera.com/indepth/opinion/2012/04/2012423111933761251.html