/ Tim Robinson |
Cuando un juez del Tribunal Supremo falló en contra del
Ayuntamiento de Bideford [ciudad del sudoeste de Inglaterra] por incluir la
oración en la agenda de sus sesiones, el Secretario Tory del
Departamento de Comunidades y Gobiernos Locales Eric Pickles puso en marcha por
la vía rápida una disposición parlamentaria que revocó en la práctica la
decisión del Tribunal. Al hacerlo, cacareó, “asestamos
un duro golpe a la interferencia centralista frente al localismo, al
secularismo intolerante frente a la libertad de culto, al activismo judicial
frente a la soberanía parlamentaria y a lo políticamente correcto de la
modernidad frente a las viejas libertades británicas”.
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El sistema binario de Pickles es una burda chapuza, pero su
agenda política, al estilo Tea Party es clara. La privatización, los
recortes, la anulación de la democracia local se disfrazan al apelar a una
mayoría cultural supuestamente amenazada por una amalgama de Big
Government [un gobierno excesivamente intervencionista en todos los
aspectos de la vida de sus ciudadanos] y la corrección política liberal.
En realidad, el asunto de la oración en las sesiones
municipales debería ser sencillo. La oración auspiciada por el Estado, por muy
ecuménica que sea, es un poderoso respaldo público a una creencia religiosa
específica, no sólo a la existencia de un ser supremo sino a la naturaleza de
nuestra relación con el mismo (suplicante). En consecuencia excluye a todas
aquellas personas que no comparten dicha creencia específica o impone una
hipocresía silenciosa como condición de inclusión. Crea una ciudadanía de segunda
clase.
En Rights of Man [Los derechos del hombre], Thomas
Paine se burló del emparejamiento de la Iglesia y el Estado porque producía
“una especie de mula, capaz sólo de destruir y no de reproducirse”. Este
emparejamiento no es sólo una intrusión de la religión en los asuntos del
Estado sino del Estado en los asuntos del espíritu. La oración en las sesiones
municipales es una invasión de la privacidad, una colonización por parte del
Estado de nuestra vida interior. Visto así, parece ir en contra de la visión de
Pickles de un estado local mínimo privatizado, pero en realidad, como en tantas
ocasiones, la economía neoliberal y la reacción cultural van de la mano.
Autocrítica laicista
Si los partidarios del laicismo responden a esta estrategia,
han de realizar una autocrítica importante (punto de partida por otra parte de
todo espíritu laico). Religión y laicismo no son categorías mutuamente
excluyentes pero se tratan así con demasiada frecuencia en los dos lados de
esta división mal definida y exagerada. Del mismo modo la asociación falsa del
laicismo con Occidente (imperialismo o capitalismo) la comparten tanto los
fundamentalistas como destacados seglares liberales.
A un nivel formal el laicismo exige la separación
Iglesia-Estado, la protección de las minorías, la eliminación de la
discriminación religiosa o favoritismo, etcétera. Pero además de esta función
restrictiva negativa, el laicismo postula una esfera compartida,
característicamente pública, donde los argumentos se aplican a los intereses y
principios comunes, aunque éstos estén influidos por motivos religiosos.
La crisis más profunda a que se enfrenta el laicismo es que
bajo el neoliberalismo se ha destripado esta esfera compartida. El capitalismo
tiende a disociar lo económico de lo político, lo que supedita la vida diaria y
la fuerza de trabajo a una ley económica abstracta; esa tendencia se ha
intensificado bajo el neoliberalismo. Se ha recortado en todas partes de la
verdadera esfera pública. La política, y junto a ella gran parte de nuestra existencia
social, se reduce a un asunto de gestión. La esfera laica compartida se limita
a un espacio pequeño donde prácticamente no cabe la reflexión sobre objetivos y
alternativas ni hay espacio para la solidaridad y la colectividad, lo que abre
una brecha para la religión.
El poder político de la identidad religiosa es un elemento
del orden neoliberal globalizado, no un mero atavismo. El deseo de pertenecer,
por horrorosas que sean sus manifestaciones, no es en sí reaccionario; es una
respuesta racional a un mundo precario y estimula los movimientos de masa
democráticos tanto como las sectas autoritarias. En este sentido la respuesta a
la política de identidad religiosa no es catalogar los desatinos de la
religión, sino crear un orden laico al que merece la pena pertenecer.
Los argumentos sobre la religión y el laicismo se
entrecruzan con las múltiples confusiones que rodean el multiculturalismo. No
es infrecuente encontrar a adversarios cristianos y laicos unidos en el rechazo
de lo que ven como el relativismo moral del multiculturalismo u hostilidad
hacia el Islam. Viene bien a los dos ‘lados’ concebir el laicismo como algo sin
cultura, que es como decir que alguien habla sin acento. Esta visión altamente
selectiva de Occidente como bastión de lo laico y por tanto de lo universal se
ha evocado en apoyo de las guerras de Occidente en el Oriente Próximo y de la
discriminación de los musulmanes en Europa.
Lo último que debería hacer un laicismo honesto y eficaz es
defender ciegamente la moderna cultura (occidental) o sus particulares nociones
de libertad basadas en la propiedad. Esta cultura, tan profundamente entroncada
con el capital global, es a veces más indiscreta y omnipresente que las viejas
culturas religiosas, sobre todo cuando afirma ser nada más que la vida en sí
misma, la condición humana: competitividad e imitación, consumo y producción.
Un laicismo que da por hecha esa cultura no podrá cumplir su promesa de crear
una esfera humana realmente compartida.
Cuidado con las
generalizaciones
La pura variedad de la experiencia y la expresión religiosa
deberían hacer a la gente recelar de las generalizaciones. Es innegable que la
religión tiene una historia larga y brutal que disfraza el privilegio y la
explotación. Pero también tiene una historia como vehículo para la libertad y
la igualdad, porque postula un poder y una legitimidad mayores que el Estado,
la riqueza o las armas. Su propia emergencia del conflicto con el poder está
codificada en la historia de muchas religiones, al desafiar una ortodoxia opresiva:
Gurú Nanak, Buda, Mahoma, los profetas hebreos, Jesús. En casi todas las
tradiciones religiosas, se hallan hilos jerárquicos y represivos junto a hilos
igualitarios y emancipadores, a menudo entrelazados. Las sectas pueden surgir
por un motivo para luego convertirse en encarnaciones de otro. ¿Cómo podría ser
de otra manera? A la larga la religión se desarrolla en el mundo material que
la configura al mismo tiempo, bajo las presiones de la economía y la política.
Pero las contradicciones abundan también en el lado laico.
Se cita con frecuencia en los debates la Ilustración, con poco respeto por su
contenido histórico real, sus divisiones internas y sus limitaciones. Lo que
Adorno llamó “la dialéctica de la Ilustración” produjo no sólo avances sociales
y científicos sino también armas de destrucción masiva, ciencia racial,
genocidio, degradación del medio ambiente y la creación de un nuevo objeto
laico de culto: el Estado nación, responsable de tanta intolerancia y
derramamiento de sangre como cualquiera de las grandes religiones.
Después de todo, ¿es la creencia en un dios un disparate más
grave o peligroso que las creencias más extendidas de que el poder imperialista
es beneficioso, de que el crecimiento puede ser ilimitado en un medio ambiente
finito, de que demasiado gasto público causa el déficit? ¿Es la fe religiosa
una estupidez mayor que la alegre aceptación de las leyes del capital como
naturales? ¿Es peor o más irracional obtener consuelo de pensar en una vida
después de la muerte que en la acumulación compulsiva o la exhibición de una
riqueza desmedida? Uno es un problema social si impide a la gente comprometerse
en esta vida. El otro es socialmente irredimible.
Hay un mundo entre el ateismo de Bakunin -“mientras tengamos
un amo en el cielo seremos esclavos en la tierra”- y el New Atheism [Nuevo
Ateismo] de Dawkins, Hitchens y otros. Uno busca conferir habilidades a la
gente y el otro limitarla. No dudarás de la sabiduría, coherencia y finalidad
del orden laico existente (occidental). ¿Qué virtud hay en un ateismo que es
totalmente convencional, que se presume parte del sentido común de la era? Ésta
es una opinión inducida, tan falta de pensamiento independiente como las
doctrinas religiosas del pasado. Es un materialismo altamente no dialéctico.
Mark Marqusee |
Dentro de un laicismo liberado de las restricciones del
capital global, necesitamos un ateismo que dé respuesta a las brechas e
incoherencias de la experiencia humana, a los sentimientos de sobrecogimiento y
reverencia enraizados en el ahora mismo. Necesitamos un ateismo que enriquezca
la búsqueda de significado, no una conciencia atomista y abstracta en lo
universal, sino una conciencia tan fluida como la realidad, con el fin de
encontrar lo universal donde pertenece: en lo particular.
Mark Marqusee escribe regularmente en Red Pepper y
es autor de libros sobre cultura y política.
Traducción por Christine Lewis Carroll y revisado por Caty R. |