En 2010, 3.158 personas buscaron y encontraron la muerte en
España mediante el suicidio. De ellas, 2.468 fueron hombres y 690 mujeres
(78,1% hombres y 21,8 % mujeres). 248 de estos suicidas eran personas
extranjeras: un 7,8% de total.
En 2009, fueron 3.429. En 2008, 3.457. En 2007, 3.263. 3.246
en 2006 y en 2005, 3.399. La fuente de estos datos es el Instituto Nacional de
Estadística (INE). El 30 de abril de 2012 se publicaron los últimos datos
disponibles, que son los de 2010. Por grupos de edad, la mayor parte de los
suicidas de 2010 tenían entre 40 y 44 años (345 personas), entre 50 y 54 (311
personas) y entre 45 y 50 años (310 personas). En cuarto lugar está el grupo de
35 a 39 años (286 personas).
Es decir, el 39,6% de los suicidas estaban en la franja de edad que va de los 35 a los 54 años. El medio que se utilizó en mayor número de veces fue el ahorcamiento, el estrangulamiento y la sofocación. Las estadísticas disponibles no desagregan los datos y unifican los suicidios con independencia de cuál de estos tres formas de suicido fue el utilizado. El segundo método más empleado fue saltar desde un lugar elevado.
Es decir, el 39,6% de los suicidas estaban en la franja de edad que va de los 35 a los 54 años. El medio que se utilizó en mayor número de veces fue el ahorcamiento, el estrangulamiento y la sofocación. Las estadísticas disponibles no desagregan los datos y unifican los suicidios con independencia de cuál de estos tres formas de suicido fue el utilizado. El segundo método más empleado fue saltar desde un lugar elevado.
Los datos estadísticos dan una información tan abstracta que
poca información se extrae de ellos acerca de una realidad personal y social
tan compleja como es el suicidio. Entre 2005 y 2010 la media de suicidios fue
de 9 suicidios diarios. Los datos estadísticos informan, con bastante tiempo de
retraso, acerca de las causas posibles que llevaron al suicidio: padecimientos
psicopáticos, conflictos afectivos, enfermedades, problemas económicos… En
realidad no tenemos suficiente información acerca de esta realidad social que
provoca desde hace unos años más muertes que los accidentes de tráfico. En
2010, fallecieron por accidente de tráfico 2.478 personas (Las principales
cifras de la siniestralidad vial. España 2010, Dirección general de tráfico).
Sin embargo, en 2005 fueron 4.442 los fallecidos en accidente de circulación
(Anuario estadístico de accidentes 2005, Dirección general de tráfico). Como se
sabe, en pocos años ha habido un descenso muy importante en el número de
fallecidos a consecuencia de siniestros relacionados con la circulación coches
y motos.
En muchas ocasiones, es difícil saber con exactitud por qué
una persona se suicida. Martin Monestier, en Suicides. Histoire, techniques et
bizarreries de la mort volontaire. Des orígenes à nous jours (le cherche
midi éditeur, Paris, 1995) explica cómo surgen en el siglo XIX las primeras
teorizaciones del suicidio. En realidad, la cuestión del se ipsum occidere había sido un tema
clásico en las reflexiones de la filosofía, la teología, el derecho o la
medicina. Históricamente no podía ser de
otro modo, ya que la muerte y cómo morir es una cuestión cultural central que
afecta profundamente al orden social. El mismo Monestier dedica el libro citado
a exponer los distintos métodos utilizados por los suicidas a lo largo de la
historia. En este sentido, el libro resulta impactante ya que el autor
consiguió reunir gran cantidad de ilustraciones y fotografías sobre el tema.
La novedad del siglo XIX no fue tanto interrogarse acerca
del suicidio, sino cómo se planteó la pregunta. Al hilo de la incipiente
sociología se intentaba explicar el suicido en sus coordenadas sociales. El
suicidio comenzaba a ser estudiado y explicado como fenómeno social y no sólo
como una cuestión individual. A partir de esa época, el suicidio es puesto en
relación con las condiciones de vida de las personas. Condiciones que son
creadas a partir de elementos que van más allá de lo que una persona puede
controlar: modelos productivos, sistemas jurídicos, mecanismos de concentración
y/o distribución de recursos económicos, reglas sociales… Desde esta
perspectiva, el suicidio ya no es solo una cuestión individual, sino también un
interrogante a las condiciones de vida de la gente.
Fue este aspecto el que llamó la atención del joven Marx al
editar en una revista alemana (Gesellschaftsspiegel, “Espejo de la sociedad”)
parte de las memorias de Jacques Peuchet. (Vid. Karl Marx, Sobre el suicidio.
Estudio preliminar y notas de Nicolás González Varela, El Viejo Topo, 2012).
Peuchet fue un todoterreno que vivió a
caballo entre el antiguo régimen, la revolución francesa y la restauración
borbónica. Consiguió flotar en las aguas revueltas convirtiéndose en un
‘servidor público’. Con la restauración, fue nombrado archivista real de la
Prefectura de la policía de París. Años más tarde, escribió las Mémoires tirés des archives de la pólice…
que se editaron en 1838.
Marx seleccionó partes del texto de Peuchet y los publicó
con la intención, dice él, de mostrar los estragos que “el estado actual de la
sociedad” estaba generando en los obreros y en buena parte de la sociedad de su
época. Mostraba los suicidios como una expresión de malestar social. Y era pues
necesario hallar y denunciar las causas del malvivir de la gente que, en
algunos casos, llevaba al suicidio. Entre los comentarios de Peuchet, que
selecciona y poda Marx, hay algunas anotaciones que desgraciadamente amenazan
con recuperar actualidad si no lo han hecho ya: “Entre las causas de los suicidios, cuentan mucho (…) el desplome
súbito de los salarios, a consecuencia de lo cual las familias no pueden
proporcionarse los gastos de subsistencia necesarios, más que la mayoría de
ellos viven al día”.
Sin duda, igual que existen personas que son diferentes
entre sí, existen suicidios, y cada suicidio tiene su propia historia. Los
agrupamientos estadísticos de poco sirven para hablar de personas y no de
números. Peuchet, que ya aportó datos estadísticos, evita esta simplificación
documentando casos concretos. Algo similar habría que hacer hoy. En los últimos
meses hemos conocido casos de personas que se han suicidado ante un desalojo
inminente. O personas que han puesto fin a su vida, y en ocasiones a la de la
persona que tenían a su cargo, para evitarle mayores sufrimientos.
Con la información disponible (recordemos que la media es de
9 suicidios por día), no se puede afirmar que la crisis económica del 2008 haya
supuesto un incremento de los suicidios. Tampoco se puede afirmar que no se
haya incrementado el número de suicidios por razón económica. Hace un momento
ya se han dado los datos. Si se compara 2009 con 2010 ha habido un descenso en
el número total de suicidios. Hasta que no tengamos un análisis suficiente
acerca de la causas de estos suicidios, no se puede establecer una relación
directa entre crisis económica y suicidios. Sí sabemos que se ha incrementado
la visibilidad pública de los suicidios relacionados con problemas económicos,
especialmente con las situaciones de desalojos derivados de procedimientos de
desahucio.
A la espera de poder tener información más detallada, lo que
sí se evidencia son los efectos que la crisis económica y las políticas
públicas de recortes están teniendo sobre una parte de la población. El resumen
de estas consecuencias es el incremento de la desprotección social y, a su vez,
la intensificación de la sensación de desprotección. Esta sensación basada en
los mensajes lanzados desde los poderes públicos y privados, más la evidencia
de lo que está ocurriendo, lleva a una acuciante sensación de inseguridad.
Inseguridad derivada del desempleo que afecta a tanta gente, del miedo a no
poder afrontar los gastos básicos, de la preocupación por el futuro de los
hijos, del miedo a qué pasará cuando estemos enfermos y no podamos pagar los
tratamientos, la angustia ante un mañana que se dibuja peor que el presente… Se
trata de una situación de desesperanza que va calando en la gente por su mayor
exposición ante estructuras económicas injustas. Si dejamos algunas herencias
genéticas malhadadas, las personas somos bastante semejantes en nuestra
vulnerabilidad natural. Sin embargo, las condiciones de vida en las que hemos
vivido y vivimos pueden incrementar esta vulnerabilidad o protegernos frente a
las fuentes de vulnerabilidad. Lo correcto no es hablar de personas o
colectivos vulnerables, sino de personas o colectivos vulnerabilizados.
Iris Marion Young escribió su último libro en 2006.
Responsabilidad por la justicia, (Ediciones Morata, Madrid, 2011) se publicó
póstumamente. En este libro se abordó el cambio que desde los años 80 se venía
produciendo en EE.UU., también en otros países, acerca de la concepción de las
causas de las desigualdades. Entre liberales y conservadores se había extendido
la idea de que la pobreza era una cuestión de responsabilidad individual que se
explicaba a partir de los atributos de los pobres. En consonancia con esta
concepción, se pasaba de considerar la ayuda estatal como un derecho, a considerarla
como algo que los beneficiarios se tenían que ganar.
Frente a esta concepción, Young sostuvo que hay que
considerar (sin eliminar la responsabilidad personal) las condiciones
estructurales de la acción individual. No existen las personas aisladas, existen
personas que se relacionan en ámbitos estructurados que distribuyen
oportunidades, riqueza y también miserias. Como dice Young, en realidad, lo que
ocurre es que domina una “irresponsabilidad privilegiada sistémica” que
perjudica a millones de personas. Se enfoca la responsabilidad (o
irresponsabilidad) de los pobres, pero no las de los privilegiados, que suele
quedar impune. La irresponsabilidad se legaliza, dice Young.
Hay suicidios que parten de la libre decisión de la persona
acerca de cómo quiere vivir y, por tanto, cómo y cuándo quiere morir. Hay
suicidios por amores patológicos que alguna vez habría que entender como una
asignatura pendiente de nuestros modelos educativos, también de los
curriculares. Y también hay suicidios que se explican como reacción desesperada
ante problemas de raíz económica. Los suicidios son una descarga de realidad
extraordinaria que cuestionan en lo personal y en lo colectivo, pero no menos
real es el incremento de las desigualdades, el truncamiento de los proyectos
vitales básicos, o el empobrecimiento de la mayor parte de la población. La
catástrofe puede manifestarse en forma de suicidio, pero no es su única cara,
tiene otras tal vez menos extraordinarias pero muy cotidianas. En todo caso, no
es necesario esperar a la catástrofe para pensar y actuar en relación a ella.