Con la crisis financiera volvió a ponerse de actualidad la conocida como Tasa Tobin. Este instrumento fiscal debe su nombre al economista James Tobin galardonado con el premio Nobel en 1981. Su idea -denominada después Tasa Tobin- consistía en gravar entre un 0,1% y un 0,25% los movimientos de divisas, con el objetivo de espantar a los especuladores. Nadie querría pagar esa cifra para una operación intradía (con poco rendimiento), pero no tendría inconveniente en hacerlo si su inversión era a más largo plazo. En palabras del propio Tobin, se trataba de “echar arena al aceitado mecanismo de las especulaciones que hacen viaje de ida y vuelta en días o pocas semanas“.
A partir de los años setenta y con la primera crisis del
petróleo comenzó la discusión de si convenía más tipos de cambios fijos o tipos
de cambio flexibles (flotantes), en un mundo con una creciente movilidad de
capitales y dónde la desregulación, las telecomunicaciones y los sistemas
informáticos hacían y hacen en cuestión de milésimas de segundo lo que antes
podía llevar varios días. En este contexto, las naciones debían optar por uno
de los dos modelos cambiarios básicos con sus consiguientes ventajas y
desventajas.