Fernando Bogado
A fuerza de insistencias, se han patentado dos formas de
hablar de Eva Perón: o no está y todos saben de quién estamos hablando, o está
en su forma decrépita, cadáver o a punto de convertirse en tal, una forma
médicamente relevante. En la primera categoría entran los escritores de los ’60
y ’70, nombres como Rodolfo Walsh en “Esa mujer” y David Viñas en su cuento “La
señora muerta”, relatos parcos, realistas, que dan esa sensación de ambiente
triste y melancólico sin decir nunca el nombre propio que todos tienen en la
punta de la lengua. La segunda categoría es un poco más festiva, si se nos
permite la palabra, al respecto: allí están el “Evita vive” de Perlongher y el
Eva Perón de Copi, textos en donde el cuerpo de Eva, así, con nombre y todo,
aparece de manera casi alucinatoria para bailar y divertirse o planear
funerales. Una Eva camp, podría condensarse. El último libro de Daniel Guebel,
La carne de Evita, texto que reúne dos novelas cortas, una obra de teatro y un
cuento, señala ya desde su título a cuál de estas dos familias, a cuál de estas
dos maneras de hablar de Evita pertenece. Familias, entonces, formas de contar.