Shlomo Sand |
Traducción del
portugués por Jazmín Padilla
Una lluvia de insultos fustigó en Israel a Shlomo Sand
cuando él publicó un libro cuyo título “Como fue inventado el pueblo judío”*
desmonta mitos bíblicos que son cimiento del Estado sionista de Israel. Profesor
de Historia Contemporánea en la Universidad de Tel Aviv niega que los judíos
constituyan un pueblo con un origen común y sustenta que fue una cultura
específica y no la descendencia de una comunidad arcaica unida por lazos de
sangre el instrumento principal de la fermentación protonacional. Para él, el “Estado judaico de Israel” lejos de ser la
concretización del sueño nacional de una comunidad étnica con
más de 4000 años fue hecho posible por una falsificación de la historia dinamizada en el siglo XIX por intelectuales como Theodor Herzl.
más de 4000 años fue hecho posible por una falsificación de la historia dinamizada en el siglo XIX por intelectuales como Theodor Herzl.
En tanto académicos israelitas insisten en afirmar que los
judíos son un pueblo con un ADN propio, Sand, basado en una documentación
exhaustiva, ridiculiza esa tesis acientífica. No hay además puentes biológicos
entre los antiguos habitantes de los reinos de Judea y de Israel y los judíos
de nuestro tiempo.
El mito étnico contribuyó poderosamente para el imaginario
cívico. Sus raíces de sumergen en la Biblia, fuente del monoteísmo hebraico.
Tal como la Ilíada, el Antiguo Testamento no es obra de un único autor. Sand
define la Biblia como “biblioteca extraordinaria” que habrá sido escrita entre
los siglos VI y II antes de Nuestra Era. El mito principia con la invención del
“pueblo sagrado” a quien fue anunciada la tierra prometida de Canaán.
Carece de cualquier fundamento histórico el interminable
viaje de Moisés y de su pueblo rumbo a Tierra Santa y su conquista posterior.
Es necesario recordar que el actual territorio de Palestina era entonces parte
integrante del Egipto faraónico.
La mitología de los sucesivos exilios, difundida a través de
los siglos, acabó por ganar la apariencia de verdad histórica. Pero fue forjada
a partir de la Biblia y ampliada por los pioneros del sionismo.
Las expulsiones en masa de judíos por los asirios son una
invención. No hay registro de ellas en fuentes históricas creíbles.
El gran exilio de Babilonia es tan falso como el de las
grandes diásporas. Cuando Nabucodonosor tomó Jerusalén destruyó el Templo y
expulsó de la ciudad un segmento de las elites. Pero Babilonia era hace mucho
la ciudad de residencia, por opción propia, de una numerosa comunidad judaica.
Fue ella el núcleo de las creatividades de los rabinos que hablaban arameo e
introducían importantes reformas en la religión mosaica. Es importante notar
que solamente una pequeña minoría de esa comunidad volvió a Judea cuando el
emperador persa Ciro conquistó Jerusalén en el siglo VI de Nuestra Era.
Cuando los centros de la cultura judaica de Babilonia se
disgregaron los judíos emigraron para Bagdad y no para la “Tierra Santa”. Sand
dedica atención especial a los “Exilios” como mitos fundadores de la identidad
étnica.
Las dos “expulsiones” de los judíos en el periodo Romano, la
primera por Tito y la segunda por Adriano, que habrían sido el motor de la gran
diáspora, son tema de una reflexión profunda del historiador israelense.
Los jóvenes aprenden en las escuelas que “la nación judaica”
fue exiliada por los Romanos después de la destrucción del II Templo por Tito,
y posteriormente, por Adriano en 132. Por si sólo el texto fantasioso de Flavio
Josefo, que da testimonio de la revuelta de los zelotas, quita credibilidad de
esa versión, hoy oficial.
Según él, los romanos masacraron entonces 1100000 judíos y
aprendieron a 97 000. Eso en una época que la población total de Galilea era
según los demógrafos actuales muy inferior al medio millón.
Las excavaciones arqueológicas de las últimas décadas en
Jerusalén y en Cisjordania crearon además problemas insuperables a los
universitarios sionistas que “explican” la historia del pueblo judío tomando el
Torah y la palabra de los Patriarcas como referencias infalibles. Los
desmentidos de la arqueología perturbaron a los historiadores. Quedó probado
que Jericó era apenas poco más que una aldea sin las poderosas murallas que la
Biblia cita. Las revelaciones sobre las ciudades de Canaán alarmaron también a
los rabinos. La arqueología moderna sepultó el discurso de la antropología
social religiosa.
En Jerusalén no fueron siquiera encontrados vestigios de las
grandiosas construcciones que según el Libro la transformaron en el siglo X,
Antes de Nuestra Era, la época dorada de David y Salomón, en la ciudad
monumental del “pueblo de Dios” que deslumbraba a cuantos la conocían. Ni
palacios, ni murallas, ni cerámica de calidad.
El desenvolvimiento de la tecnología del carbono 14 permitió
una conclusión. Los grandes edificios de la región Norte no fueron construidos
en la época de Salomón.
“No existe en realidad ningún vestigio –escribe Shlomo Sand-
de la existencia de ese rey legendario cuya riqueza es descrita por la Biblia
en términos que hacen de él casi un equivalente de los poderosos reinos de
Babilonia y de Persia”. Si una entidad política existió en Judea del siglo X
antes de Nuestra Era, acredita el historiador, solamente podría ser
unamicrorealeza tribal y Jerusalén apenas una pequeña ciudad fortificada.
Es también significativo que ningún documento egipcio
refiera a la “conquista” por los judíos de Canaán, territorio que entonces
pertenecía al faraón.
El silencio sobre las
conversiones
La historiografía oficial israelita, al erigir en dogma la
pureza de la raza, atribuye a las sucesivas diásporas la formación de
comunidades judaicas en decenas de países. La Declaración de Independencia del
Israel afirma que, obligados a ello, los judíos se esforzaron a los largo de
los siglos por regresar al país de sus antepasados. Se trata de una mentira que
falsifica groseramente la Historia.
La gran diáspora es ficcional, como las demás. Después de la
destrucción de Jerusalén y la construcción de Aelia Capitolina solamente una
pequeña minoría de la población fue expulsada. La aplastante mayoría permaneció
en el país.
¿Cuál es el origen entonces de los antepasados de unos 12
millones de judíos hoy existentes fuera de Israel?
En la respuesta a esta pregunta, el libro de Shlomo Sand,
destruyó simultáneamente el mito de la pureza de la raza, esto es de la
etnicidad judaica.
Una abundante documentación reunida por historiadores de
prestigio mundial revela que en los primeros siglos de Nuestra Era hubo masivas
conversiones al judaísmo en Europa, en Asía y África.
Tres de ellas fueron particularmente importantes e incomodan
a los teólogos israelitas.
El Corán establece que Mahoma encontró en Medina, en la fuga
de la Meca, grandes tribus judaicas con las cuales entro en conflicto, acabando
por expulsarlas. Pero no aclara que en el extremo Sur de la Península Arábiga,
en el actual Yemen, el reino de Hymar adoptó el judaísmo como religión oficial.
Cabe decir que llegó para quedarse. En el siglo VII el Islam se implantó en la
región pero, transcurridos trece siglos, cuando se formó el Estado de Israel,
decenas de millares de yemenitas hablaban el árabe, pero continuaban profesando
la religión judaica. La mayoría emigró para Israel donde, además, es
discriminada.
En el Imperio Romano, el judaísmo también creo raíces. El
tema mereció la atención del historiador DiónCassius y del poeta Juvenal.
En la Cirenaica, la revuelta de los judíos de la ciudad de
Cirene exigió la movilización de varias legiones para combatirla.
Pero fue sobre todo en el extremo occidental de África que
hubo conversiones en masa a la religión rabínica. Una parte ponderable de las
poblaciones bereberes se adhirió al judaísmo y a ellas se debe su introducción
en el Al Andalus.
Fueron esos magrebinos los que difundieron en la Península
el judaísmo, los pioneros de los sefarditas que, después de la expulsión de
España y Portugal, se exiliaron en diferentes países europeos, en África
musulmana y en Turquía.
Más importantes por sus consecuencias fue la conversión al
judaísmos de los Khazars, un pueblo nómada turcófono, emparentados con los
hunos, que viniendo del Altai, se fijó en el siglo IV en las estepas del bajo
Volga. Los Khazars, que toleraban bien el cristianismo, construyeron un
poderoso estado judaico, aliado de Bizancio en las luchas del imperio Romano de
Oriente contra los Persas Sassanidas.
Ese olvidado imperio medieval ocupaba un área enorme, del
Volga a Crimea y del Don al actual Uzbekistán. Desapareció de la Historia en el
Siglo XIII cuando los mongoles invadieron Europa destruyendo todo por donde
pasaban. Millares de khazars, huyendo de las Hordas de Batu Khan, se
dispersaron por Europa Oriental. Su principal herencia cultural fue inesperada.
Grandes historiadores medievalistas como Renan y Marc Bloch y el escritor
húngaro-ingles Arthur Koestler identifican en los kahzars a los antepasados de
los asquenazíes cuyas comunidades en Polonia, en Rusia y en Rumanía vendrían a
desempeñar un papel crucial en la colonización judaica de Palestina.
Un estado neofascista
Según Nathan Birbaum, el intelectual judío que invento en
1891 el concepto de sionismo, es la biología y no la lengua y la cultura quien
explica la formación de las naciones. Para él la raza es todo. Y el pueblo
judío habría sido casi el único en preservar la pureza de la sangre a través de
los milenios. Murió sin comprender que esa tesis racista, al prevalecer,
apagaría el mito del pueblo sagrado electo por Dios.
Porque los judíos son un pueblo hijo de una cadena de
mestizajes. Lo que les confiere una identidad propia y una cultura y la
fidelidad a una tradición religiosa enraizada es la falsificación de la
Historia.
En los pasaportes del estado Judaico de Israel no es
aceptada la nacionalidad de israelita. Los ciudadanos de pleno derecho escriben
“judío”. Los palestinos deben escribir “árabe”, nacionalidad inexistente.
Ser cristiano, budista, mazdeista, musulmán, o hindú resulta
de una opción religiosa, no es una nacionalidad. El judaísmo tampoco es una
nacionalidad.
En Israel no hay casamiento civil. Para los judíos es
obligatorio el casamiento religioso, aunque sean ateos.
Esta aberración es inseparable de muchas otras en un Estado
confesional, etnocracia liberal construida sobre mitos, un Estado que cambió el
yiddish, hablado por los pioneros del “regreso a Tierra Santa”, por el sagrado
hebraico de los rabinos, desconocido del pueblo de Judea que se expresaba en
arameo, la lengua en que la Biblia fue redactada en Babilonia y no en
Jerusalén.
El “Estado del Pueblo Judío” se asume como democrático. Pero
la realidad niega la ley fundamental aprobada por el Knesset. No puede ser
democrático un Estado que trata como parias de nuevo tipo al 20% de la
población del país, un Estado nacido del monstruoso genocidio en tierra ajena,
un Estado cuya práctica presenta matices neofascistas.
El libro de Shlalom Sand sobre la invención del Pueblo Judío
es, además de un lúcido ensayo histórico, un acto de coraje. Aconsejo su
lectura a todos aquellos para quien el trazo de la frontera de la opción de
izquierda pasa hoy por la solidaridad con el pueblo mártir de Palestina y la
condena al sionismo.