John Berger ✆ Ombú |
Silvina Friera
La verdadera naturaleza del tiempo se suele escurrir de las
manos. Se intuye que es algo misterioso, un objeto desconocido que, al
tantearlo en la oscuridad de los límites mentales, apenas muestra sus contornos
más difusos. Cuando se tiene un libro de John Berger, el asombro aumenta a la
par de la sensación de que hay que tomarse un tiempo para paladear la
intensidad de su narrativa. En El cuaderno de Bento (Alfaguara) conecta su
pasión por la filosofía vitalista de Baruch Spinoza en un puñado de relatos autobiográficos
y dibujos que le permiten rescatar y potenciar pequeños momentos, engarzados
con las proposiciones de la Etica spinoziana.
Como si en esas páginas se
cifrara todo el tiempo del mundo. El ritual de la lectura –hacer algo visible
para los demás sin sacrificar la complejidad– acompaña “a algo invisible hacia
su destino insondable”. En esta deriva incierta, escribir, dibujar y también
leer pueden ser experiencias intercambiables. Un cuadro de Willem Drost,
discípulo de Rembrandt, condensa el interés y la intriga en el preciso instante
en que lo observa. “La mujer no mira al espectador. Mira fijamente al hombre
que desea, imaginando que es su amante. Ese hombre sólo pudo ser Drost. Lo
único que sabemos de él es que fue deseado precisamente por esta mujer (...)
Que te deseen –si el deseo es además recíproco– te hace audaz. Ser deseado es
tal vez lo más parecido que se pueda alcanzar en esta vida a sentirse
inmortal.”
Spinoza (1632-1677), más conocido como Benedict o “Bento”
–el modo en que afectuosamente bautiza Berger al filósofo favorito de Marx–, se
ganaba la vida como pulidor de lentes y pasó los años más intensos de su breve
vida escribiendo el ‘Tratado de la reforma del entendimiento’ y la ‘Ética’.
También dibujaba. Llevaba con él un cuaderno: luego de su muerte súbita –quizá
a causa de una silicosis que le habría producido su trabajo de pulidor de
lentes–, sus amigos rescataron cartas, manuscritos y notas. Pero no encontraron
ningún cuaderno con dibujos. Berger confiesa que lleva años imaginándose que
aparece uno de esos cuadernos. No sabe qué espera encontrar, en caso de
producirse el prodigio del hallazgo. “Tan
sólo quería volver a leer sus palabras, algunas de sus sorprendentes
proposiciones filosóficas, y al mismo tiempo mirar aquellas cosas que él había
observado con sus propios ojos”, reconoce en lo que podría ser el germen de
este libro sui generis. “En un momento
dado, si no decides abandonar el dibujo que estás haciendo y empezar uno nuevo,
la mirada contenida en lo que estás midiendo e invocando en el papel cambia”,
advierte el escritor. “Al principio,
interrogas al modelo (los siete lirios) a fin de descubrir líneas, formas y
tonos que puedas trazar en el papel. El dibujo acumula las respuestas.
Asimismo, conforme vas interrogando a las primeras respuestas, el dibujo va
acumulando, claro está, correcciones. Dibujar es corregir. Ahora empiezo a
utilizar los papeles de arroz chino; en ellos, las líneas de tinta se
convierten en venas.”
En uno de los dibujos de Berger la retratada es la bailarina
española María Muñoz, quien junto con Pep Ramis fundó la compañía de danza Mal
Pelo. Muñoz le mostró una postura preparatoria llamada “el puente”, que se hace
en el suelo, en la que el peso del cuerpo queda suspendido entre la mano
izquierda, firmemente plantada en el suelo, y el pie derecho, también apoyado
en el suelo. Entre esos dos puntos fijos –escribe Berger– todo el cuerpo
permanece expectante, al acecho, suspendido. Para el autor de G. –novela por la
que recibió el Premio Booker en 1972, reeditada por Alfaguara– dibujar a María
haciendo “el puente” era igual que “dibujar a un minero trabajando en una veta
muy angosta”. El posible cuaderno de bocetos de Spinoza es la excusa que
dispara múltiples conexiones. Dibujo y escritura son parte de una cadena, la
del proceso de creación artística donde se vinculan arte, filosofía, política y
religión en una unidad que, por obra y gracia bergeriana, produce una nueva
emoción cuando indaga en las ramas de un ciruelo rebosante de frutas, en el
florecimiento de un lirio, en los enanos y bufones de Diego Velázquez –que
“encierran un secreto que me ha llevado años comprender y que, tal vez, todavía
se me escapa”– o en una bicicleta que tiene más de sesenta años y pertenece a
Luca, un hombre “alegre y vivaz” que vive en el sudeste de París.
“El papel del escritor
–decía Anton Chéjov– es describir las
situaciones tan verazmente... que el lector ya no pueda eludirlas.” Berger
se pregunta cómo seguir hoy este consejo. Dos modos de bailar pueden arrimar
agua al molino de una respuesta factible. El baile “introvertido”, el raqs
sharqi (la danza del vientre), y el “extravertido”, el striptease. “Los dos son eróticos y tentadores, pero sus
estrategias y ontologías son opuestas. La diferencia es la diferencia que hay
entre esconder y exhibir”, compara.
“Los dos son impúdicos. Todo es una cuestión de la prioridad que se le otorga a
lo escondido o lo expuesto, a lo invisible o lo visible, a lo reprimido o lo
libre.” Recogiendo el guante del desafío lanzado por Chéjov, plantea un
presentimiento “más” interesante. “Cuando
seguimos un relato, seguimos la trayectoria de la atención del narrador, lo que
ésta observa y lo que pasa por alto, aquello en lo que se detiene, lo que
repite, lo que considera irrelevante, aquello hacia lo que se precipita, lo que
rodea y lo que une. Es parecido a seguir un baile, no con los pies o con el
cuerpo, sino con nuestra observación y nuestras expectativas y recuerdos
vitales.”
John Berger –nacido en Londres en 1926, formado como pintor
en la Central School of Arts– escribe como dibuja. Aunque el propio escritor
desmienta la analogía. “Cuando estoy
dibujando –y aquí dibujar es muy distinto de escribir o razonar–, en ciertos
momentos tengo la sensación de estar participando en algo semejante a una
función visceral, como la digestión o la sudoración, una función que es
independiente de la voluntad consciente. Exagero la sensación, pero es verdad
que la práctica o la búsqueda del dibujo roza, o es rozada, por algo anterior
al razonamiento lógico.” A medida que el libro avanza, “los dos B” –Bento y
Berger– parecen fusionarse en lo que se refiere al acto de mirar y cuestionar
con los ojos. “Vivo en un estado de
confusión habitual. Enfrentándome a la confusión a veces alcanzo cierta
lucidez. Tú nos enseñaste a hacerlo así”, le dice a Bento, a ese
interlocutor imaginario. Berger postula que, a pesar de la perturbación de las
distancias, existe un deseo simbiótico “de
acercarse cada vez más, de entrar en el ser de lo que está siendo dibujado”.
El cuaderno de Bento es una forma de explorar ciertos enigmas inasibles, como
el instante en que un dibujo o un texto despegan y hay que dibujar o escribir.
Ese arranque “complejo y paradójico”, los movimientos de un narrador que ofrece
cierto tipo de lente para observar, son extraña y familiarmente empáticos. Como
la obra de Berger.