“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

4/1/13

John Berger, escritor que dibuja / ‘El Cuaderno de Bento’ es una forma de explorar ciertos enigmas inasibles

John Berger ✆ Ombú
En su libro, el ganador del Booker 1972 indaga en la naturaleza del tiempo abordando la figura de Baruch Espinoza, a través de relatos autobiográficos y dibujos que intentan bosquejar un material nunca hallado del filósofo favorito de Karl Marx.

Silvina Friera

La verdadera naturaleza del tiempo se suele escurrir de las manos. Se intuye que es algo misterioso, un objeto desconocido que, al tantearlo en la oscuridad de los límites mentales, apenas muestra sus contornos más difusos. Cuando se tiene un libro de John Berger, el asombro aumenta a la par de la sensación de que hay que tomarse un tiempo para paladear la intensidad de su narrativa. En El cuaderno de Bento (Alfaguara) conecta su pasión por la filosofía vitalista de Baruch Spinoza en un puñado de relatos autobiográficos y dibujos que le permiten rescatar y potenciar pequeños momentos, engarzados con las proposiciones de la Etica spinoziana.

Como si en esas páginas se cifrara todo el tiempo del mundo. El ritual de la lectura –hacer algo visible para los demás sin sacrificar la complejidad– acompaña “a algo invisible hacia su destino insondable”. En esta deriva incierta, escribir, dibujar y también leer pueden ser experiencias intercambiables. Un cuadro de Willem Drost, discípulo de Rembrandt, condensa el interés y la intriga en el preciso instante en que lo observa. “La mujer no mira al espectador. Mira fijamente al hombre que desea, imaginando que es su amante. Ese hombre sólo pudo ser Drost. Lo único que sabemos de él es que fue deseado precisamente por esta mujer (...) Que te deseen –si el deseo es además recíproco– te hace audaz. Ser deseado es tal vez lo más parecido que se pueda alcanzar en esta vida a sentirse inmortal.”

Spinoza (1632-1677), más conocido como Benedict o “Bento” –el modo en que afectuosamente bautiza Berger al filósofo favorito de Marx–, se ganaba la vida como pulidor de lentes y pasó los años más intensos de su breve vida escribiendo el ‘Tratado de la reforma del entendimiento’ y la ‘Ética’. También dibujaba. Llevaba con él un cuaderno: luego de su muerte súbita –quizá a causa de una silicosis que le habría producido su trabajo de pulidor de lentes–, sus amigos rescataron cartas, manuscritos y notas. Pero no encontraron ningún cuaderno con dibujos. Berger confiesa que lleva años imaginándose que aparece uno de esos cuadernos. No sabe qué espera encontrar, en caso de producirse el prodigio del hallazgo. “Tan sólo quería volver a leer sus palabras, algunas de sus sorprendentes proposiciones filosóficas, y al mismo tiempo mirar aquellas cosas que él había observado con sus propios ojos”, reconoce en lo que podría ser el germen de este libro sui generis. “En un momento dado, si no decides abandonar el dibujo que estás haciendo y empezar uno nuevo, la mirada contenida en lo que estás midiendo e invocando en el papel cambia”, advierte el escritor. “Al principio, interrogas al modelo (los siete lirios) a fin de descubrir líneas, formas y tonos que puedas trazar en el papel. El dibujo acumula las respuestas. Asimismo, conforme vas interrogando a las primeras respuestas, el dibujo va acumulando, claro está, correcciones. Dibujar es corregir. Ahora empiezo a utilizar los papeles de arroz chino; en ellos, las líneas de tinta se convierten en venas.”

En uno de los dibujos de Berger la retratada es la bailarina española María Muñoz, quien junto con Pep Ramis fundó la compañía de danza Mal Pelo. Muñoz le mostró una postura preparatoria llamada “el puente”, que se hace en el suelo, en la que el peso del cuerpo queda suspendido entre la mano izquierda, firmemente plantada en el suelo, y el pie derecho, también apoyado en el suelo. Entre esos dos puntos fijos –escribe Berger– todo el cuerpo permanece expectante, al acecho, suspendido. Para el autor de G. –novela por la que recibió el Premio Booker en 1972, reeditada por Alfaguara– dibujar a María haciendo “el puente” era igual que “dibujar a un minero trabajando en una veta muy angosta”. El posible cuaderno de bocetos de Spinoza es la excusa que dispara múltiples conexiones. Dibujo y escritura son parte de una cadena, la del proceso de creación artística donde se vinculan arte, filosofía, política y religión en una unidad que, por obra y gracia bergeriana, produce una nueva emoción cuando indaga en las ramas de un ciruelo rebosante de frutas, en el florecimiento de un lirio, en los enanos y bufones de Diego Velázquez –que “encierran un secreto que me ha llevado años comprender y que, tal vez, todavía se me escapa”– o en una bicicleta que tiene más de sesenta años y pertenece a Luca, un hombre “alegre y vivaz” que vive en el sudeste de París.

“El papel del escritor –decía Anton Chéjov– es describir las situaciones tan verazmente... que el lector ya no pueda eludirlas.” Berger se pregunta cómo seguir hoy este consejo. Dos modos de bailar pueden arrimar agua al molino de una respuesta factible. El baile “introvertido”, el raqs sharqi (la danza del vientre), y el “extravertido”, el striptease. “Los dos son eróticos y tentadores, pero sus estrategias y ontologías son opuestas. La diferencia es la diferencia que hay entre esconder y exhibir”, compara. “Los dos son impúdicos. Todo es una cuestión de la prioridad que se le otorga a lo escondido o lo expuesto, a lo invisible o lo visible, a lo reprimido o lo libre.” Recogiendo el guante del desafío lanzado por Chéjov, plantea un presentimiento “más” interesante. “Cuando seguimos un relato, seguimos la trayectoria de la atención del narrador, lo que ésta observa y lo que pasa por alto, aquello en lo que se detiene, lo que repite, lo que considera irrelevante, aquello hacia lo que se precipita, lo que rodea y lo que une. Es parecido a seguir un baile, no con los pies o con el cuerpo, sino con nuestra observación y nuestras expectativas y recuerdos vitales.”

John Berger –nacido en Londres en 1926, formado como pintor en la Central School of Arts– escribe como dibuja. Aunque el propio escritor desmienta la analogía. “Cuando estoy dibujando –y aquí dibujar es muy distinto de escribir o razonar–, en ciertos momentos tengo la sensación de estar participando en algo semejante a una función visceral, como la digestión o la sudoración, una función que es independiente de la voluntad consciente. Exagero la sensación, pero es verdad que la práctica o la búsqueda del dibujo roza, o es rozada, por algo anterior al razonamiento lógico.” A medida que el libro avanza, “los dos B” –Bento y Berger– parecen fusionarse en lo que se refiere al acto de mirar y cuestionar con los ojos. “Vivo en un estado de confusión habitual. Enfrentándome a la confusión a veces alcanzo cierta lucidez. Tú nos enseñaste a hacerlo así”, le dice a Bento, a ese interlocutor imaginario. Berger postula que, a pesar de la perturbación de las distancias, existe un deseo simbiótico “de acercarse cada vez más, de entrar en el ser de lo que está siendo dibujado”. El cuaderno de Bento es una forma de explorar ciertos enigmas inasibles, como el instante en que un dibujo o un texto despegan y hay que dibujar o escribir. Ese arranque “complejo y paradójico”, los movimientos de un narrador que ofrece cierto tipo de lente para observar, son extraña y familiarmente empáticos. Como la obra de Berger.