“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

18/3/13

Semiótica, Arte y Sociología

Eduardo Zeind Palafox

Especial para La Página
Sentimos desesperación cuando vemos que Karl Rossmann, hombre ideado por Franz Kafka, llega a New York y no comprende nada. Los peinados son nuevos para Karl, esto es, incoherentes. La ropa es exótica para Karl, quiero decir, incómoda. El idioma inglés, uno de los tres instrumentos que se usan en América para la comunicación, es para Karl una ruta hacia el comercio, y nada más. Tal perplejidad visual nos hace suscribirnos a la sociología, que es madre del entendimiento y enemiga de los mitos.

Revisando por enésima vez los textos del francés Roland Barthes me vi en la necesidad de releer su libro titulado ’Mitologías’, tomo prevaricador de mitos.
¿Qué es un mito? Barthes dice, antes de definir los mitos, que son, por cierto, indefinibles, que los mitos son mera forma, no fondo. Un mito es un continente, no un contenido. ¿Por ventura es posible pensar en un texto a partir de la nada, es decir, a partir de nuestra inestable percepción? No. Fui hasta la estantería poemática de mi cabeza y extraje un mito hecho historia de Juan de Dios Peza, bardo mexicano, uno llamado ‘Reír llorando’, que aprendí de memoria en la mocedad de mi vida.

Pero, ¿para qué mitos?, ¿para qué estudiar, digo, un mito? Pues para no sentirnos como Karl Rossmann, para comprender mejor qué pasa detrás de las acciones de las diferentes tribus que estudiamos. El arte del cuento nos ha mostrado que es más importante el orden de la realidad que el orden de la cronología, que es más fácil que un Holmes encuentre la verdad a través de los objetos que a través de los actos (acciones). Pero no nos desviemos. El poema de Peza empieza así: "Viendo a Garrick, actor de la Inglaterra,/ el pueblo al aplaudirlo le decía:/ ‘eres el más gracioso de la Tierra/, y el más feliz’, /y el cómico reía". Cuando oímos las narraciones contadas por una persona, podemos saber si éstas son mitológicas haciendo la yuxtapuesta pregunta: ¿la narración inicia en la lejanía temporal y espacial?

Peza, mexicano, es decir, hombre que siente lejos a Europa, empieza su mito en Inglaterra, en la Tierra de los Anglos, sí, en la lejanía. ¿Por qué los mitos son lejanos? Porque no tienen fundamento, base sólida, según la filosófica pregunta que columbra si el tiempo y el espacio tienen límites. Todo mito arranca de la imaginación del hombre, de su lenguaje, que es filosofía, cosmovisión, explicación, en fin, justificación. Hay dioses para todas las cosas, hay mitos para todas las cosas (Wodan, Odín, Thor, Arturo el Rey, el Golem, el Quijote, la ‘Chanson de Roland’), y cada retazo de mito, unido a otro y a otro más, forja nuestra forma de arrostrar el mundo.

¿Por qué acudir a los mitos y no a las ciencias de las tribus? ¿Por qué leer la poesía de un pueblo para conocerle? ¿Por qué es más efectivo en la búsqueda de los trasfondos el estudio de la religión que el estudio histórico de un país? Muchas respuestas hay. Unamuno diría, por ejemplo, que la poesía es anterior a la ciencia, que toda ciencia parte de la poesía, de las representaciones "precientíficas", para usar el léxico de Bachelard. Marx diría que estudiar la religión, o mejor afirmado, la historia de la ideas o de la lucha teórica entre clases, nos conduce por caminos directos hasta lo profundo de la psicología humana, de la ‘conciencia de clase’. Barthes, autor supracitado, dice que los mitos son sistemas semiológicos, lugares en los que nacen signos, códigos, mensajes.

La mecánica del mito sería: yo quiero dar una advertencia, pero el contexto moral lo impide, y acudo al mito del Doctor Fausto, y con éste el receptor de mi advertencia entiende, con eufemismos, los peligros de la excesiva ciencia. Sigamos. La mera descripción de los hechos de los sociólogos o antropólogos estructuralistas o culturales no alcanza para comprender la forma de pensamiento de una nación, de una cultura o de una profesión. Comprender el sistema digestivo no hará que mi digestión sea mejor, parafraseando a Max Weber. Pero regresemos a la poesía de Peza. El mitológico Garrick de la poesía, "enfermo de pesar", va con un "médico famoso" que le aconseja, para matar su ‘spleen’, la siguiente receta: "lecturas buscad", "que os ame una mujer", "un título adquirid", matar la pobreza, buscad las lisonjas, acudir a la familia y a los cementerios y algunas cosas más.

Si el poeta es el sensor de la raza, y si la raza se manifiesta a través del poeta, y si el poema es una expresión espontánea de la cosmovisión o lógica social captada por el poeta, entonces, digo, entonces el orden de la receta es muy importante. Mientras el hombre oriental gusta de lo misterioso y de lo oscuro, el occidental anhela lo contrario, anhela cultura (libros), amor (mujeres), distinciones nobiliarias (títulos), riquezas (dinero), fama (adulación), estabilidad (familia al estilo `pater noster´) y cultivar a los muertos (religión), en ese orden. Adler, Freud o Lacan han dicho conscientemente lo mismo que ha dicho Peza.

La erudición sociológica o de cualquier tipo empieza, según los adagios hechos tomo de José Ortega y Gasset, cuando el saber erudito es movilizado hacia una teoría. Logocentrismo, erotismo, nobleza y riqueza, principalidad y certeza y teología forman la urdimbre del hombre en Occidente. "Vino, sentimiento, guitarra y poesía/ hacen los cantares de la patria mía", dice a su vez Machado el Menor. Todos los mentados atributos del tejido humano crean formas, constelaciones, no contenidos. Poco importa el tema del canto y de la guitarra: importa el tono, la décima. Poco importa por qué seamos nobles: importa tener nobleza, sea monetaria, sea heredada, no importa.

Mientras más cercano sea un mito, quiero decir, mientras más usado sea un mito más difícil de percibir será. Tenemos la costumbre de pensar que sólo en lo popular o que sólo en el realismo hallaremos masa para trabajar o para tocar o sentir la contextura de una agrupación humana, y tal es erróneo. Lo popular o lo real, lo visible, es falso, es producto trabajado, tratado, retratado, retrato (una ‘Bild’ sin visión perspicua), mascarada, pues según Peza: "¡aquí aprendemos a reír con llanto/ y también a llorar con carcajadas!".

"Nadie en lo alegre de la risa fíe", sentencia el poeta. La sociedad es una especie de `scientifiction´, de eterna postergación, de subordinación disfrazada, como nos ha enseñado la obra de Kafka. ¿Cómo retratar el tiempo histórico de la economía de un pueblo, cómo el de su ética o de su estética sin perdernos? ¿Es acaso el mito el reemplazo de la verdadera historia o podemos considerar que el mito vale tanto como la historia, así como el Quijote vale tanto como Cervantes? Creo que la poesía o el arte de un pueblo es cosa más objetiva que su historia cientificista. El arte, no se olvide jamás, es subjetividad objetivada, es personalidad universal.