Sin embargo, los partidos socialdemócratas actuales llevan años en una deriva confusa. Convertidos a una suerte de socioliberalismo, no hay partido político socialdemócrata que se atreva a día de hoy a hacer suyos programas políticos como los de la socialdemocracia clásica de O. Palme o F. Mitterrand de los años ochenta. La crisis del llamado capitalismo dorado, o época dorada del capitalismo, se llevó por delante el peso práctico con el que había contado la tradición socialdemócrata.
Lo que algunos sostenemos es que la socialdemocracia no
puede sobrevivir en un contexto socioeconómico donde se dan alguna de estas dos
condiciones: a) una arquitectura institucional que consolida un estado de
economía financiarizada, y b) un modelo de crecimiento económico dirigido por
las exportaciones.
La tendencia hacia la desigualdad
Desde la década de los ochenta, y debido al contexto de
aplicación de las políticas neoliberales, uno de los efectos más llamativos en
todas las economías ha sido el incremento de la desigualdad medido a partir de
la distribución funcional. En concreto, la participación salarial en la renta
ha decrecido sistemáticamente en todas partes del mundo, con su inverso en el
crecimiento de la participación de los beneficios en la renta. Este fenómeno no
es de ninguna forma anecdótico, ya que tiene severas implicaciones en la forma
en la que operan las economías capitalistas. De hecho, la economía política
siempre se ha preocupado de las cuestiones distributivas no por ánimo moralista
sino porque afectan a la dinámica de crecimiento económico y de crisis
capitalista.
La razón fundamental está en que las rentas salariales son
no sólo un coste para las empresas, sino también la principal fuente de
demanda. Sin suficiente demanda, los empresarios no pueden vender su producción
y el sistema colapsa. Algo que el empresario estadounidense H. Ford supo ver
cuando en 1914 decidió incrementar los salarios a sus trabajadores para
facilitar que comprasen los propios productos que la empresa fabricaba.
El llamado capitalismo dorado o de posguerra parte de esa premisa: un pacto capital-trabajo en el que ambas partes colaboran cooperativamente bajo un sistema win-win (donde todos ganan). Tal sistema sólo puede funcionar en la medida que se produce un continuado incremento de la productividad, lo que permite a su vez que crezcan tanto los beneficios como los salarios[1]. Sea por el potencial de crecimiento (debido a la necesidad de reconstruir un mundo destruido por la guerra) o sea por las nuevas capacidades tecnológicas (estrechamente vinculadas a la industria militar), el capitalismo de postguerra permitió un pacto capital-trabajo en las sociedades capitalistas.
Este sistema, con todos sus rasgos internacionales (desde
los financieros hasta los geopolíticos), se vino abajo en torno a la década de
los ochenta. Algunas corrientes teóricas lo interpretan como resultado del
excesivo poder de los salarios, cuyo crecimiento provocó el estrangulamiento de
los beneficios y en consecuencia acabó con la inversión y la creación de
empleo. Otras corrientes lo achacan a problemas derivados del agotamiento de
las expectativas de inversión por razones inherentes a la dinámica capitalista.
Se acepte una versión u otra, lo cierto es que el nuevo contexto institucional
–las nuevas reglas de juego- quedaron marcadas por una interpretación
neoliberal de la crisis. A saber, el problema residía presuntamente en el
excesivo intervencionismo del Estado en los mercados y en la fortaleza
negociadora de los sindicatos, razón por la cual la solución radicaba en la
reducción de ambos aspectos.
El aspecto laboral fue clave. La lucha encarnizada contra
los sindicatos, reduciendo su capacidad negociadora, junto con la propia
dinámica del sistema (que terciarizaba la economía, dejando en segundo lugar
las fuertes industrias con grandes masas de trabajadores afiliados a
sindicatos), llevó a un reparto cada vez más desigual de la tarta. El pacto
capital-trabajo se deshacía en pedazos. La experiencia del plan Meidner, en la
Suecia más socialdemócrata de toda la historia, representó dramáticamente toda
la época.
La Financiarización y las nuevas reglas de juego
Una reducción de las rentas salariales en todas partes del
mundo provoca un efecto contradictorio. En primera instancia las empresas ven
aumentado su margen de beneficio, ya que sus costes laborales se reducen. Eso
podría estimular la inversión, y es lo que predice la teoría neoclásica
dominante. Pero en segunda instancia, y al ser la reducción de costes laborales
un fenómeno generalizado, también se reduce la demanda total y en consecuencia
la rentabilidad de la inversión. A una empresa puede convenirle que sus propios
trabajadores cobren menos (y así la empresa gana más) pero es imposible que le
convenga que los trabajadores del resto de empresas vean igualmente mermados
sus salarios (dado que son su fuente de mercado). La contradicción central del
capitalismo, la relación capital-trabajo.
El problema que emerge es que faltan fuentes de demanda, y
que donde antes había salarios que creaban mercado ahora no hay nada. Las
teorías económicas marxistas han situado al gasto militar y a los mercados
externos como posibles fuentes sustitutorias y complementarias para este
problema. La idea es que si no hay suficientes fuentes, hay que crearlas. Una
guerra, un plan de estímulo económico o una colonización permite ampliar los
mercados. También las privatizaciones son una forma de ampliar mercados para la
esfera privada (ya que desplazan a los ciudadanos desde lo público hacia lo
privado). Las teorías del imperialismo (desde J. A. Hobson hasta V. Lenin,
pasando por R. Luxemburgo), o la llamada acumulación por desposesión (de D.
Harvey) son resultado de esta interpretación. Y toda la base del keynesianismo
se encuentra igualmente aquí.
Ahora bien, en el contexto de la globalización neoliberal,
donde se han multiplicado los sujetos económicos que compiten al máximo nivel
en el mercado mundial (a diferencia de la época de postguerra), otra fuente de
demanda puede emerger también en las finanzas. Efectivamente, la poca demanda
existente en la economía real puede ser compensada con las burbujas
financieras. Gracias a unas nuevas reglas de juego, resulta mucho más rentable
invertir en los mercados financieros (deuda pública, deuda privada, acciones,
futuros…) que en la economía real (industria, turismo…), todo lo cual estimula
igualmente el crecimiento económico. Con el riesgo, comprobado está, de la
inestabilidad financiera asociada y de la emergencia sistemática de crisis
financieras derivadas de los estallidos de las burbujas. La crisis de las puntocom
a principios del siglo XXI o de la reciente crisis de las hipotecas subprime
son buenos ejemplos de ello.
La financiarización, resultantemente, no requiere la
existencia de un pacto capital-trabajo. El capital encuentra rentabilidad en
sus propios espacios creados ad hoc, y no necesita de la demanda salarial más
que de forma indirecta. En este contexto, la desigualdad está íntimamente
asociada a la llamada financiarización (predominio de las finanzas) y a la
crisis.
El modelo de crecimiento económico dirigido por las
exportaciones
Además, la financiarización de la economía mundial ha
permitido a muchas economías capitalistas esquivar la crisis que hubiera
provocado, en distinto contexto, la desigualdad creciente. Así, economías como
España, Grecia o Portugal han podido crecer económicamente a ritmos elevados a
pesar de mostrar cada vez mayores desigualdades en la distribución funcional de
la renta. La razón está en que sus fuentes de demanda efectiva han sido
virtuales, como demuestra el creciente endeudamiento privado que ha permitido a
la burbuja inmobiliaria seguir manteniéndose hasta su pinchazo (y que ha dejado
tras éste un enorme reguero de deudas, en gran parte asumidas por el Estado).
Así, el crédito ocultaba una realidad subyacente mucho más
dramática a la vez que permitía a la economía crecer a tasas suficientemente
altas como para crear un empleo (vinculado, en todo caso, a la propia burbuja
inmobiliaria y su dinámica). Surgida la crisis, el modelo estalla y el modelo
de crecimiento económico dirigido por el crédito se agota.
Desde entonces, la troika y los gobiernos europeos están
tratando de recomponer al capitalismo a partir de otros fundamentos distintos,
con otro modelo de crecimiento económico. Estamos ante otro cambio histórico
similar al de los años ochenta, y basado en la agudización de lo que entonces
ocurrió. Otra vuelta de tuerca neoliberal.
En este caso la idea pasa por instaurar un modelo de crecimiento económico dirigido por las exportaciones, es decir, donde éstas tengan un papel primordial en el crecimiento económico. Para ello se requiere, en primer lugar, que las exportaciones sean superiores a las importaciones. Y, en segundo lugar, que se alcancen nichos de mercado donde las empresas españolas sean altamente competitivas. El modelo de referencia es el alemán.
Alemania comenzó desde inicios de siglo, y precisamente bajo
gobierno socialdemócrata, una política de corte neoliberal que logró modificar
el modelo de crecimiento económico hacia un modelo dirigido por las
exportaciones, a la par que agudizó la desigualdad interna (todo lo cual ahogó
la demanda interna).
En la medida que no todos los países pueden ser exportadores
netos, esto es, exportar más de lo que se importa, este modelo no puede ser
generalizable. Sólo algunos países, los que más ventaja llevan en el desarrollo
capitalista, pueden vencer. Se da lo que llamamos falacia de la composición.
Pero en lo que a este artículo respecta hay una implicación
política mayor. En la medida que este modelo implica la búsqueda de fuentes de
demanda externas, entonces no es necesario reponer un pacto capital-trabajo
para mantener el crecimiento económico. Es más, de hecho cualquier tipo de
colaboración entre capital y trabajo es un obstáculo para la consecución y mantenimiento
de un modelo que requiere una lucha competitiva en el límite, y
fundamentalmente a partir de un incremento constante en la explotación laboral
–traducida en incrementos de la jornada laboral, reducciones salariales y otros
aspectos propios del neoliberalismo… y del siglo XIX-.
El modelo que se busca, que a veces se etiqueta de
neomercantilismo, tiene sustraída la posibilidad de generalizarse y, en
consecuencia, aboca a muchas economías a la crisis permanente. Pero en aquellos
países donde puede triunfar aunque sin convertirse ellos mismos en los líderes
de la manada, el modelo impone unas transformaciones sociales profundas que,
aún permitiendo al capitalismo sobrevivir, no es compatible con los derechos
laborales, civiles ni democráticos. Es decir, no hay espacio para el
capitalismo domesticado. No hay espacio para la socialdemocracia.
Por estas razones, en este marco y en esta época histórica
la socialdemocracia no puede ser socialdemocracia sino, a lo sumo,
socialiberalismo. Esto es, una versión difuminada y orientada fuertemente a la
derecha de lo que fue el espejismo socialdemócrata de los años de posguerra. La
socialdemocracia, sencillamente, no puede volver. Está condenada a un ejercicio
de pragmatismo, al haber asumido las reglas impuestas, que la llevará de facto
hacia el neoliberalismo. Una frasco de izquierda para envolver el virus
neoliberal. Lo único que puede volver, y con qué fuerza, es el capitalismo
salvaje. O su freno racional, el socialismo.
[1] Para una breve explicación, pero espero que útil, considérese
la lectura de este enlace: http://www.agarzon.net/introduccion-a-la-economia-iii-productividad-beneficios-y-salarios/
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