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En su libro La estética de la resistencia, Peter Weiss establece una original relación entre las pinturas de Brueghel y las obras de Kafka. Ambos, escribe, “habían dibujado paisajes universales, finos, transparentes, aunque en tonos terrosos. Sus imágenes eran al mismo tiempo luminosas y oscuras; causaban la impresión de ser macizas, pesadas en su conjunto, pero llenas de fuego y con nítida claridad en los detalles. Su realismo se había depositado en los lugares y regiones que eran reconocibles de modo inmediato, pero que al mismo tiempo se sustraían a todo lo visto hasta ahora. Todo estaba lleno de huellas, de gestos, de movimientos, de acciones cotidianas; todo resultaba típico y nos mostraba cosas importantes, centrales, pero sólo para, en el mismo momento, producir un efecto extraño, chocante”.
Ese carácter perturbador, a juicio del escritor alemán, obedece al hecho de que tanto Brueghel como Kafka nos ofrecen una visión realista y certera del mundo, sin excluir el absurdo del mismo ni sus vergüenzas, pero una visión a la que se ha despojado conscientemente de un factor primordial: la crítica, y con él la voluntad y el sentimiento de la insubordinación. La caída de Dédalo al derretirse sus alas, vista a lo lejos y como algo casual, con sus piernas agitándose y las olas que se tragarán al héroe poco después, envolvía a la escena en un aire de ridícula caricatura, una atmósfera de tragedia desarrollada en silencio, sin remedio, sin drama. Del mismo modo, en El castillo, Kafka “nos había mostrado el edificio del capitalismo cercano al ocaso, retorcido y despreciable, pero que sin embargo continuaba estando ahí, repartiendo sus pequeños golpes malvados, sus engaños, sus canalladas, manteniéndonos a raya con sus fútiles mensajeros, aduaneros y guardianes. Esa falta de rebeldía”, escribe Weiss, “el permanente girar en torno a insignificancias, la estremecedora incapacidad de Joseph K. para comprender lo que le ocurre, todo ello nos plantea la pregunta de por qué nosotros mismos no hemos intervenido para eliminar las injustas circunstancias de una vez por todas”. Así, el empeño que Kafka comparte con Brueghel de disminuir a sus personajes, de presentarles como risibles y ridículos títeres de un teatro negro cuyas claves no entienden, y que ni en sueños se atreven a cuestionar, se extiende sobre nosotros, espectadores y lectores, caracterizados también por el mismo rasgo que define a sus personajes: la impotencia.
Unas pocas mentes han acertado a crear obras que definen y revelan misteriosamente al ser humano, y ahora nos parece estar tan familiarizados con ellas, nos describen tan fielmente, que se diría que siempre existieron, que son antiguas como las montañas y los ríos, y que sin ellas el mundo nunca habría estado acabado ni a sus habitantes les habría sido posible aceptarse a sí mismos. Y sin embargo esas obras tuvieron que ser creadas, necesitaron su artífice y su momento, y es posible que debieran pasar décadas hasta que generaciones posteriores las pusieron en su lugar. Una de dichas obras es la novela El proceso, que Franz Kafka empezó a redactar por estos primeros días de agosto, hace ahora cien años.
En agosto de 1914 hacía unos días que se había iniciado la Gran Guerra, a la que millones de europeos fueron con la alegría risueña con la que se va de excursión. El treintañero Kafka, declarado no apto para el servicio a causa de su mala salud, hacía poco que se había descubierto a sí mismo como escritor, de lo que ya habían sido fruto algunos relatos. Sus hábitos de escritura, sin embargo, se resentían de su naturaleza enfermiza, así como de sus deberes como oficinista. Los suyos de entonces son textos escritos de una sentada, con apenas correcciones, producto de un aliento lleno de energía, aunque breve. La novela América, poco antes, ha quedado inconclusa. En cambio ha terminado La metamorfosis, y en dos semanas del siguiente octubre escribe En la colonia penitenciaria y el último capítulo de América. Por lo demás, el pensamiento de Kafka está ocupado por dos personas: Felice Bauer, su novia, con la que acaba de romper, y su padre. Este último le obsesiona más que ningún personaje, y de hecho un tema no menor de su obra será la reflexión acerca del padre.
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Recuerda Margantin lo que anotó el autor en el “testamento” que dirigió a su amigo Max Brod: “Todo lo que dejo atrás (en la biblioteca, en el armario ropero, en la mesa de trabajo y en la oficina), así como los diarios, manuscritos, cartas (escritas por mí o por otros), los dibujos, etc., todo absolutamente debe quemarse sin haber sido leído”. A la muerte de Kafka, en 1924, no era sino una pequeña parte de su obra lo que se había publicado, habiendo quedado inéditas tres novelas: América, El proceso y El castillo, las cuales a su juicio estaban “incompletas, inacabadas, no aptas para la imprenta”. Como es sabido, la “traición” de Brod, cometida ya el día del funeral de Kafka, al que se presentaron tres editores, ha merecido juicios encontrados por parte de la crítica literaria, habiéndose erigido en su momento Walter Benjamin, quien lo elogió por “su lealtad absoluta a Kafka”, entre sus defensores. Benjamin, en efecto, creía que la orden contenida en el “testamento” era el truco de un autor que se sentía herido por no haber podido completar su obra, pero que al mismo tiempo era consciente, aun inacabada, de la validez y la importancia de la misma. De este modo, la orden de que su obra fuera destruida no era más que una llamada de atención hacia ella, la llamada de un autor (como la del suicida que en último extremo desea que otros eviten su muerte) que sabe que algo deja tras él. Pues otros amigos, aparte de Brod, habían recibido manuscritos de las obras de Kafka, sin que su destructiva última voluntad hubiera llegado a ellos. En realidad Kafka, maestro del relato y la novela corta, había dejado ya en sus obras inacabadas suficientes pruebas de su talento también para las de largo recorrido, enmarcadas en mundos fantásticos y a la vez coherentes y habitadas por personajes reconocibles, protagonistas cuyas acciones chocan con un entorno minuciosamente delimitado (lo que pese a su incesante actividad les aboca a ser pasivos) y secundarios bien delineados, caracterizados cada uno por el lugar que ocupa en la jerarquía de esos mundos cerrados.
Según ha establecido la crítica, los textos iniciales de El proceso, que fueron redactados de un tirón y sin el recurso de notas preliminares, son los que corresponden al primer capítulo y al último, es decir, los que describen el arresto y la ejecución de K. Ello indica que el autor tenía ya decidido el desenlace, y que de hecho éste, que tal vez fue lo primero que escribió, era lo que daba impulso a la novela y su razón de ser. En realidad, lo que se relata es una lenta ejecución, siendo su desarrollo, el proceso propiamente dicho, solamente un relleno: en rigor, el material preparatorio del cumplimiento de la condena, que en la imaginación de Kafka se había dictado previamente. Empezando por el final, Kafka esperaba evitar el conflicto que se le había aparecido con América, cuyo desenlace en un principio quedó irresuelto. A causa de las circunstancias de su vida ya aludidas, y especialmente a causa de su tuberculosis, el autor se había creído con frecuencia incapaz de llevar a término sus novelas, de manera que al acotar desde un buen principio el final y los límites de El proceso confiaba en no perder de vista su objetivo, evitando caer en tramas secundarias que estorbaran el progreso de su obra.
Ese progreso se interrumpe en octubre, cuando de la novela el autor ha redactado ya siete de sus diez capítulos. Por cierto que Kafka, de quien por otros motivos podemos deducir que no era una persona negligente, nunca se ocupó de ordenar los capítulos de su novela, los cuales, desprovistos de numeración, se convirtieron en un quebradero de cabeza para sus críticos y editores.
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Kafka está de moda. La nueva traducción al inglés de La metamorfosis para la editorial Norton & Company, debida a Susan Bernofsky, incluye un prólogo del cineasta canadiense David Cronenberg, el cual se inicia con las siguientes palabras: “Me desperté hace poco una mañana y descubrí que yo era un hombre de setenta años de edad”. Y más adelante añade: “Nuestras reacciones, la mía y la de Gregor Samsa, son similares. Estamos confundidos y perplejos, y pensamos que nuestro estado es una ilusión momentánea que pronto se disipará, dejando que nuestras vidas continúen como estaban”. Cronenberg, cuya primera novela de la que poco se sabe aparte de su título, Consumed, se publicará en inglés el treinta de septiembre, ha captado lúcidamente la ultima ratio de la obra kafkiana: la presencia indebida de la muerte. A este hecho, que junto al nacimiento es el más notable y misterioso de nuestras vidas, se refirió Kafka en su diario:
“Olvidé añadir que lo mejor de mi obra tiende a acrecentar mi capacidad de morir feliz. En todos estos pasajes acertados y altamente convincentes siempre hay alguien que muere. Sin duda es muy duro tener que morir, y ello se ve como una injusticia o al menos como un exceso de rigor. Pero para mí, que creo poder ser feliz en mi lecho de muerte, tales descripciones son secretamente un juego, porque me alegro de morir en la persona que muere. Así mi queja es lo más perfecta posible, no se interrumpe bruscamente como podría ocurrir con una queja real; y sigue su curso en armonía y pureza”.Palabras que nos recuerdan la condena que pesa, implícita, sobre esa obra inacabada que es la vida.
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