El social-liberalismo está deslumbrado con la globalización. Considera que el incremento registrado en la internacionalización de la economía constituye el dato más auspicioso de la realidad actual. Cardoso, Castañeda y Sebreli sólo difieren en los argumentos de esa reivindicación.
Justificaciones más sorprendentes aportan otros dos autores del mismo perfil. Por un lado, el argentino Fernando Iglesias intenta combinar ciertas tesis de la izquierda liberal con posturas definidamente derechistas. Por otra parte, el inglés Nigel Harris ha sustituido viejos planteos de la izquierda radical por sofisticadas defensas del cosmopolitismo burgués.
Fantasías
globalistas
Cardoso considera que la globalización abre
las compuertas del progreso. Estima que este cambio permite gestar una sociedad
representativa de la vitalidad histórica del capitalismo[1] Pero esta evaluación no condice con la
envergadura de la crisis reciente. La convulsión del 2008 no sólo puso en
entredicho la supervivencia de los bancos. También reveló un grado de
inestabilidad sistémica incompatible con las ilusiones de solidez que transmite
Cardoso. Su apología también ignora los aterradores desequilibrios ecológicos
actuales. Este deterioro del medio ambiente ha dado lugar a numerosos estudios
que advierten contra una potencial regresión a la era de los glaciares.
Cardoso repite todos los lugares comunes sobre la globalización para justificar la apertura neoliberal que implementó en Brasil. Estos cambios debían generar mejoras sociales que nunca se verificaron. Sus dos mandatos de ortodoxia monetarista amplificaron la polarización social y el estancamiento económico en un marco de gran conservadurismo político.
Cardoso repite todos los lugares comunes sobre la globalización para justificar la apertura neoliberal que implementó en Brasil. Estos cambios debían generar mejoras sociales que nunca se verificaron. Sus dos mandatos de ortodoxia monetarista amplificaron la polarización social y el estancamiento económico en un marco de gran conservadurismo político.
También Castañeda expone una visión idílica de
la globalización. Considera que permitirá gestar proyectos supranacionales de
bienestar y expansión de la democracia. Supone que contribuirá a mejorar los
sistemas escolares y la expansión de la “meritocracia”, requerida para
apuntalar el crecimiento y la igualdad de oportunidades[2].
Con este tipo de fantasías los neoliberales
han multiplicado las privatizaciones de la enseñanza. Deterioran la educación
pública y excluyen a las mayorías del acceso al conocimiento. Castañeda ha
participado personalmente en esta oleada de atropellos desde su función
ministerial en el gobierno derechista del PAN.
Sebreli ofrece otro fundamento para los mismos
elogios de la globalización. Considera que el auge de empresas transnacionales
y coordinaciones económicas supra-nacionales retrata la marcha de un proceso
progresivo e inexorable. Postula que no tiene sentido defender a la pequeña
empresa frente a una evolución ineluctable del capitalismo y descarga una
andanada de críticas contra la “utopía reaccionaria” de oponerse a ese destino[3].
Pero este inconsistente fatalismo oculta las
terribles consecuencias sociales de la expansión mundial del capital. Este
curso intensifica la destrucción de empleos, masifica la precarización laboral
y potencia formas de competencia que corroen la continuidad de la acumulación.
Sebreli olvida que ningún desenvolvimiento social es inevitable. En el marco de
ciertas condiciones históricas se consuman transformaciones económicas sujetas
al curso imprevisible de los antagonismos sociales.
Iglesias enaltece la globalización destacando
su aporte a la consolidación de proyectos universales contrapuestos al
particularismo. Considera que este proceso impulsa el desarrollo de la sociedad
civil y reduce las pretensiones aislacionistas del viejo populismo. Pondera el
nuevo espíritu globalista y rechaza a los nostálgicos que exaltan a la nación o
proponen estatizaciones de la economía[4].
Pero la identidad que establece entre
mundialización capitalista y consolidación de los derechos democráticos sólo se
verifica en su imaginación. Las transformaciones de las últimas décadas han
incentivado el apetito de lucro de las grandes empresas provocando despojos de
pobladores, pauperización de trabajadores y depredación de los recursos
naturales. La euforia privatizadora ha sido la principal causa de esta
regresión social.
La ceguera frente a estas consecuencias se
percibe en la insólita conexión entre globalización y reducción de la
desigualdad, que establece el teórico socio-liberal Harris. Postula ese vínculo
a contramano de incontables verificaciones opuestas[5].
Los cálculos que ha difundido recientemente el
equipo de investigación dirigido por el economista Thomas Piketty desmienten en
forma contundente cualquier ilusión en la mejora de la equidad. La
mundialización neoliberal amplificó las brechas sociales en todos los países a
un ritmo desconocido desde el siglo XIX[6].
Harris también afirma que las tendencias
globalizantes contribuyen a reducir la pobreza[7].
Pero este supuesto no sólo contradice el estado de indigencia que soportan los
millones de hambrientos de la periferia. También contrasta con la nueva pobreza
que genera la destrucción neoliberal de las conquistas sociales en Europa y
Estados Unidos.
Cosmopolitismo
burgués
La apología de la globalización difiere del
reconocimiento de la mundialización como una nueva etapa del capitalismo. El
social-liberalismo no se limita a diagnosticar la presencia de este novedoso
estadio, sino que reivindica su aparición como un gran momento de progreso. En
lugar de formular un análisis objetivo del salto registrado en la
internacionalización del capital expone aprobaciones de esa transformación.
Esta diferencia entre el diagnóstico y la
alabanza separa al social-liberalismo de numerosos estudios que retratan y al
mismo tiempo cuestionan, la mundialización del capital. Estas miradas registran
las contradicciones y los límites de ese proceso[8].
Harris combina evaluaciones con elogios.
Subraya la diferencia entre la economía mundial (como entidad que enlaza a sus
componentes nacionales) con la globalización, (como nueva subordinación de esas
estructuras a fuerzas externas). Describe la forma en que las empresas
transnacionales y la banca global modifican las fronteras y desbordan las
regulaciones estatales. También ilustra la adaptación de las decisiones de
inversión a las necesidades de un mercado internacionalizado. Evalúa estos
cambios con gran optimismo[9].
Pero su entusiasta visión ignora los
desequilibrios que introduce el período en curso. Harris omite la envergadura
de la sobreproducción global y la magnitud del descontrol financiero que genera
la mundialización. Desconoce que la competencia entre empresas, la saturación
de productos y la plétora de capitales presentan una dimensión inédita.
El teórico inglés supone que la globalización
recrea el virtuosismo cosmopolita del capitalismo naciente. Estima que la “revolución
burguesa” actual tiende a superar la dominación estatal y facilita la
constitución de sistemas genuinamente mercantiles. Considera que la actividad
del empresario quedará liberada de las trabas que todavía impone la burocracia
estatal[10].
Con esa mirada presenta un cambio en la
reconfiguración de los estados como un debilitamiento de esos organismos. No
percibe que la globalización sólo remodela instituciones nacionales esenciales
para la continuidad del capitalismo. Los estados cumplen un rol central en la
gestión de la fuerza de trabajo y persisten como estructuras insustituibles
para garantizar la explotación del trabajo asalariado[11].
Harris desconoce este dato y se entusiasma con
la expansión del mercado como pilar de la social civil global. No aclara cómo
podría cumplir ese papel reforzando al mismo tiempo todos los desequilibrios
del capitalismo. Simplemente sugiere que el mercado contribuirá al renacimiento
de los mercaderes y banqueros sin patria que forjaron a la sociedad moderna.
Asigna a estos grupos un rol primordial en la
historia humana por su capacidad para gestar sistemas de intercambio y
desarrollo[12].
Pero este mítico relato parece calcado de un
manual neoclásico. Describe al capitalismo como un sistema sin origen conocido
y tan sólo guiado por la fuerza supra-humana del mercado. Este mismo elogio
expuso Adam Smith hace más de dos siglos, desconociendo las enormes crisis que
genera este sistema[13].
Harris supone que el viejo cosmopolitismo
comercial será reencarnado por una nueva clase de prósperos capitalistas
transnacionales. Considera que este grupo ya se ha constituido como una
formación objetiva (clase en sí) y evoluciona hacia su constitución subjetiva (clase
para sí)[14].
Pero omite la función explotadora de este
sector. Tampoco registra cuán lejos se encuentra el capitalismo de forjar el
estado mundial que se requeriría para estabilizar a esa clase social
transnacionalizada. El grado de madurez alcanzado por este nuevo segmento es un
tema controvertido, pero su carácter opresivo está fuera de duda.
La marcha ascendente del capitalismo
mundializado es imaginada por Harris como un proceso timoneado por las economías
más abiertas. Elogia este perfil librecambista y se lamenta por la subsistencia
de sistemas cerrados. Objeta ese tipo de protección estimando que provoca todo
tipo de obstrucciones al desarrollo global[15].
Ese mismo razonamiento exponen los neoliberales
cada vez que falla alguno de sus experimentos. En esas circunstancias suelen
afirmar que las “reformas fueron insuficientes”. Pero la explicación real de
estos fracasos es totalmente opuesta. El propio modelo de apertura y
privatización genera los desajustes que socavan su continuidad.
Toda la mirada de Harris ilustra el pasaje de
un enfoque socialista-internacionalista a una visión liberal-cosmopolita. Esta
involución incluye la hostilidad explícita hacia los movimientos sociales que
impugnan la globalización capitalista. Identifica estas acciones con el
“populismo”[16].
Con esa postura se ubica en la vereda opuesta
de la protesta social. Harris ha perdido la brújula para definir donde se
sitúan el progreso y la reacción. No sabe que el primer terreno es abonado por
los manifestantes que construyen foros sociales y el segundo por los
millonarios que se reúnen en Davos[17].
Ceguera
frente al nacionalismo
El globalismo confronta duramente con el
nacionalismo. Considera que esa ideología sintetiza todos los defectos de un
encierro reactivo frente al progresismo cosmopolita. Identifica al patriotismo
con el totalitarismo y cuestiona su resistencia a incorporar las ventajas de la
mundialización. Esta crítica ha logrado cierta influencia, en un período signado
por el deslumbramiento con Occidente y por el encubrimiento de la dominación
imperial.
El cosmopolitismo burgués observa las
distintas vertientes nacionalistas como reductos de líderes corruptos. Supone
que estos dirigentes recurren a la demagogia para favorecer los intereses de
casta y los manejos de las prebendas estatales. Advierte que esas
manipulaciones están reñidas con la convivencia internacional.
Estos relatos son repetidos por los medios de
comunicación y ya forman parte de un sentido común asimilado por la opinión
pública de numerosos países. Incluyen la presentación del nacionalismo como una
simple retórica utilizada por los tiranos del Tercer Mundo para perpetuarse en
el poder.
En esas descripciones se coloca en una misma
bolsa a los viejos socios del imperio caídos en desgracia y a los líderes
antiimperialistas. Los dictadores en retirada (Galtieri, Noriega) son
asemejados a los dirigentes populares (Torrijos, Chávez). Con esta confusión de
intenta sepultar las tradiciones de
lucha anticolonialista que construyen los países periféricos[18].
El anti-nacionalismo globalizante nunca
distinguen las vertientes progresivas y regresivas del nacionalismo. Ubica en
un mismo casillero al antiimperialismo y al chauvinismo. Desconoce que la
primera variante constituye un componente esencial de las resistencias
populares y que el segundo incentiva disputas artificiales entre pueblos
vecinos.
Esta diferencia es justamente omitida por los
autores socio-liberales, que contraponen los méritos de la “izquierda mundializante”
con los defectos de la “derecha territorialista”[19].
Con esa clasificación recrean el tradicional contraste entre civilización
occidental y sociedades primitivas, que todos los colonialistas han utilizado
para justificar sus atropellos.
En la versión actual de ese contrapunto,
Clinton, Blair y Obama son situados en la “izquierda mundializante”. Pero esta
caracterización es muy difícil de sostener, dada la similitud de estos
mandatarios con Thatcher, Reagan o Bush, a la hora desplegar marines o bombardear
países.
Las agresiones imperiales son presentadas por
este enfoque como actos de justicia frente a las perversiones del nacionalismo.
Este relato incluye el ensalzamiento de Estados Unidos como el mejor resguardo
democrático del orden internacional. Se supone que las virtudes de la primera
potencia derivan de su capacidad para auto-regular el uso de la fuerza[20].
Este panegírico habla por sí mismo. El
principal responsable de los crímenes, las ocupaciones y los golpes de estado
sufridos por los pueblos de la periferia durante la segunda mitad del siglo XX
es visto como un gran protector de la humanidad.
Castañeda es más cauto en estas alabanzas.
Reconoce que en América Latina el nacionalismo persiste como una bandera
popular contra Estados Unidos y distingue esta utilización del manejo xenófobo
de esa ideología[21].
Con esta caracterización acepta que el
nacionalismo no es una desgracia uniforme e incluye vertientes opuestas de
antiimperialismo y chauvinismo. Sin embargo el socio-liberal mexicano termina impugnando
a ambas variantes, al afirmar que cualquier retórica nacionalista ha quedado desactualizada
con la globalización. Estima que sólo subsiste como instrumento de algunos
gobiernos para generar respaldo[22].
Pero si esas administraciones recurren a ese estandarte
es porque el nacionalismo preserva alguna vitalidad estructural. Por un lado
Castañeda repite el libreto neoliberal, que retrata al nacionalismo como un
simple artificio para engañar a los pueblos. Al mismo tiempo desmiente ese
diagnóstico, al reconocer la sintonía de este movimiento con las aspiraciones
populares. No logra comprender que el secreto de esa adhesión estriba en la
subsistencia de formas de opresión imperial, que son rechazadas por la mayoría
de la población.
Del
socialismo al globalismo
La crítica socio-liberal al nacionalismo
frecuentemente proviene de autores que en los años 70 criticaban al
antiimperialismo desde la izquierda, cuestionando su omisión de perspectivas
socialistas.
Sebreli defendía esta línea de objeciones
ultra-internacionalistas. Se inspiraba en la posición asumida por Rosa
Luxemburg, que a diferencia de Lenin confrontó con los movimientos de
liberación nacional remarcando su omisión de los antagonismos de clase. El
intelectual argentino retomó esa visión y atribuyó a todos los nacionalismos un
contenido reaccionario. Con esa fundamentación postuló que el pensamiento
progresista debía ser anti-nacionalista[23].
Pero Sebreli olvidó que esos debates fueron
anteriores a la revolución rusa y se saldaron con un alineamiento mayoritario a
favor de la tesis leninista. Este último enfoque aportó una distinción entre
nacionalismos avanzados y regresivos, que demostró enorme vigencia en todos los
procesos anticapitalistas del siglo XX.
Basta recordar la trayectoria de las revoluciones
china, vietnamita o cubana para notar como la resistencia antiimperialista
desembocó en transformaciones socialistas. Lejos de oponerse, estos dos
cimientos de la lucha popular tendieron a converger en un mismo proceso de
emancipación. Los principales procesos socialistas de la centuria pasada se
consumaron combinando la radicalización conjunta de las demandas nacionales y
sociales de los pueblos oprimidos.
En su giro derechista Sebreli archivó el
marxismo, pero recreó su hostilidad hacia el nacionalismo. La selección de
concepciones que decidió abandonar y preservar es muy ilustrativa de su viraje
socio-liberal. En su actual etapa conservadora el pensador argentino ha estado
más atento a lo que dice Vargas Llosa que a los escritos de Lenin. Sus críticas
al nacionalismo ya no destacan áreas de conflicto con el socialismo sino con el
liberalismo.
El apologista de la globalización polemiza
especialmente con el origen romántico de las teorías nacionalistas, que indagan
la identificación originaria de cada nación con cierta lengua, cultura o radio
geográfico. Cuestiona la falta de rigor de estas conexiones, recordando la
enorme variedad de desemboques nacionales que ha registrado la historia. También
señala el carácter contingente de estas formaciones y la inexistencia de
cualquier tipo de predestinación en la gestación de las naciones[24].
Pero esta acertada crítica a la idealización
romántica del surgimiento nacional omite una segunda parte del problema: el
devenir posterior del nacionalismo. Cualquiera sea el origen de cada entidad
nacional, lo más importante ha sido el uso de esta tradición para causas
progresistas o chauvinistas.
La forma en que Hitler o Mussolini utilizaban
las mitologías de los pueblos germánicos o las civilizaciones latinas fue
totalmente contrapuesta a la modalidad con que Sandino, Ben Bella o Arafat
exaltaron la historia de Nicaragua, Argelia o Palestina. Esta diferencia
cualitativa es imperceptible para el razonamiento socio-liberal, que coloca en
una misma bolsa de deshechos a todas las modalidades del nacionalismo.
Esta ceguera no es casual. Una vez abandonada
la meta socialista ya no interesa distinguir cuáles son los procesos
nacionalistas afines o contrapuestos al objetivo igualitarista. Ahora sólo se
busca detectar qué tipo de ideologías son favorables al liberalismo y en esta
nueva clasificación todas las variantes del nacionalismo son impugnadas.
Emancipación
repentina
Niguel Harris ha transitado por un carril muy
semejante a Sebreli. También objetó durante cierto tiempo la estrategia
de empalmar el proyecto socialista con las banderas de la liberación nacional.
Posteriormente trazó un balance demoledor de todas las experiencias
nacionalistas de posguerra. Remarcó su fracaso en desenvolver el capitalismo local a través de procesos de sustitución de importaciones
y destacó las falencias de las economías cerradas en los nuevos escenarios de
la globalización[25].
Esos límites efectivamente determinaron el declive del antiguo
desarrollismo y generalizaron el viraje de las viejas burguesías nacionales
hacia el neoliberalismo. Pero este balance omite la existencia de otros
procesos nacionalistas que siguieron trayectorias radicales, demostrando como
la lucha consecuente por la liberación nacional puede empalmar con proyectos
socialistas.
Al igual que sus pares latinoamericanos, Harris saltó del anti-dependentismo socialista al socio-liberalismo. Por eso desconoce
todos los ejemplos de evolución positiva del nacionalismo. En sintonía con el
globalismo de los años 90 transformó su crítica socialista
inicial al tercermundismo en una justificación del neoliberalismo actual.
Esta afinidad con la ideología dominante se
verifica en sus cuestionamientos a la tradición económica proteccionista o a la
política exterior autónoma, que mantuvieron algunos países de la periferia.
Objeta esta actitud señalando que obstruyen el pleno despliegue de la
globalización. Critica la resistencia de México a la desnacionalización del
petróleo y considera que la persistencia de algunas empresas nacionalizadas en
África Sub-Sahariana contraría la nueva agenda global[26].
Esta argumentación parece calcada de los mensajes difundidos por el
neoliberalismo para exaltar la apertura comercial y las privatizaciones. No se
limita a retratar los límites o contradicciones de las políticas
proteccionistas, sino que pondera la aplicación del paquete liberal en las
economías subdesarrolladas. Estima inexorable la evolución
hacia el capitalismo mundializado, en los mismos términos que el fatalismo
thatcherista resaltaba la ausencia de alternativas a sus propuestas.
Pero con esa visión se oculta que las
desventuras padecidas por los países subdesarrollados en las últimas décadas
provienen de su resignación frente al libre-comercio. Las depredaciones que
sufrieron estas naciones fueron consecuencia de su inserción en la globalización
y no de la resistencia a participar en ese proceso.
Harris repite el argumento predilecto de los
neoliberales, al afirmar que las dificultades afrontadas por las economías
periféricas obedecen a su incorporación incompleta a la oleada globalizadora. Este
razonamiento atribuye cualquier falla en este proceso a la inconsecuente
introducción de las medidas reclamadas por los globalizadores. Pero como nadie
conoce cuál sería ese patrón íntegro de reformas neoliberales, siempre hay
espacio para argumentar que falta algo.
Lo más extraño de esa
reflexión es su pretensión de preservar algún fundamento socialista. Harris encuentra
esa conexión en el desemboque final de la
revolución burguesa mundial en curso. Supone que al concluir este
proceso quedará facilitada una transición hacia el igualitarismo[27].
Este insólito pronóstico
presagia el socialismo a partir de la extensión de su opuesto. Presupone que la
sociedad sin clases emergerá de la expansión del capitalismo. Como ya se ha
descartado cualquier mediación nacional hacia la transición socialista, ahora apuesta
a un devenir global instantáneo del pos-capitalismo.
En lugar de procesos diversos -resultantes de trayectorias nacionales
diferenciadas- imagina algún corolario socialista simultáneo. Este resultado
irrumpiría cuando el mundo declare su fatiga con el capitalismo.
Esa creencia en utopías
globales repentinas es tan inconsistente que el propio autor evita aclarar cuál
sería la modalidad, forma o contenido de ese proceso. La fascinación con el
globalismo neoliberal conduce a esos contrasentidos.
La
inferioridad africana
El rechazo socio-liberal del nacionalismo
antiimperialista profundiza una tradición conservadora de hostilidad hacia las
mayorías. Retoma el desconocimiento de la opresión racial, la denigración del
indigenismo y la descalificación de los movimientos populares. En el caso de
Sebreli esa actitud empalma con su vieja confrontación con el tercermundismo.
En el pasado objetaba este último alineamiento
por su desconsideración del papel protagónico del proletariado, como único
sujeto capacitado para liderar el cambio revolucionario. Estimaba que sólo la
clase obrera podría comandar esa transformación, tanto por su exclusión de los
beneficios del capitalismo, como por su portación de fines universales de
emancipación. Subrayaba que el proletariado no ambiciona convertirse en una
nueva clase dominante[28].
Esta defensa del exclusivismo obrero era
contrapuesta a otras visiones del marxismo (próximas al maoísmo o al
castrismo), que resaltaban las potencialidades revolucionarias de distintos
sectores oprimidos (como el campesinado o las minorías raciales). La crítica
arremetía contra el intento de equiparar a esos segmentos subyugados con el
proletariado. Resaltaba la primacía de la clase obrera por la homogeneidad
social, conciencia política o gravitación económica de este sector.
Pero estos argumentos perdieron todo
significado con la conversión del marxista puro en liberal. En ese giro Sebreli
olvidó al proletariado pero mantuvo su desconsideración hacia otros grupos
oprimidos. Esta desvalorización incluye el cuestionamiento de la lucha secular
de los pueblos de origen africano contra la esclavitud. Estima
que esa modalidad brutal de explotación constituyó un mal necesario, que fue
erradicado por meritorias acciones del liberalismo británico.
Sebreli afirma que África se encontraba en
decadencia, cuando llegaron los europeos para participar en un tráfico de
esclavos, manejado por árabes y reyezuelos del continente. Considera que esa
cruel actividad respondió a estrictos motivos económicos y fue suprimida al
chocar con los valores humanistas del imperio inglés[29].
En esta ridícula fábula se invierten los datos
básicos de la historia para exculpar a los esclavizadores y responsabilizar a
los esclavos por sus desgracias. Se enaltece directamente a las potencias
coloniales, que en el debut del capitalismo recrearon una modalidad brutal de
opresión laboral.
Sólo un razonamiento fatalista puede imaginar
que la esclavitud generó más beneficios que sufrimientos. La combinación de
esta visión mecánica con la idealización del liberalismo conduce a presentar la
eliminación de la trata como un acto iluminista de modernización.
Esta mirada observa a los oprimidos como objetos
inanimados, totalmente ajenos al curso de los acontecimientos. Por eso Sebreli
omite la extraordinaria revolución social y anticolonial de Haití, que
condicionó todo el proceso de la Independencia de América. Su presentación
endulzada de la esclavitud exige ocultar esa gesta.
Sebreli también reivindica el colonialismo
inglés por su difusión internacional de conocimientos, saberes y mejoras
económicas[30].
Repite las viejas leyendas escolares del hombre blanco que emancipa a los
nativos de su ignorancia y penurias. Pero evita comparar esa filantropía con
las destrucciones que consumaron los colonizadores para multiplicar sus
ganancias. No considera, por ejemplo, la hemorragia demográfica que sufrió
África por la sustracción masiva de pobladores convertidos en esclavos. Esa
depredación humana derivó en siglos de estancamiento del continente negro.
El escritor argentino reproduce el positivismo
deshumanizado que la social-democracia asimiló del liberalismo a principio del
siglo XX. Esa absorción incluyó la reivindicación del colonialismo como un
proceso de civilización de los pueblos bárbaros. Qué esa obra de progreso fuera
realizada por cazadores de esclavos, depredadores de caucho o saqueadores de
marfil nunca inquietó mucho a esa tradición. Ni siquiera registró que los
conquistadores de África estaban ubicados en las antípodas del capitalista
productivo.
La social-democracia pro-imperial siempre
encontró alguna justificación del “costoso precio” que impone el “avance de la
historia”. Con ese criterio eludía distinguir a las víctimas de los victimarios
y omitía denunciar el enriquecimiento de las minorías a costa de las mayorías.
En el relato que ofrece Sebreli, los elogios
del colonialismo inglés son sucedidos por críticas a los regímenes políticos
radicales surgidos de la descolonización. Los breves y frustrados ensayos de “socialismo
africano” a mitad del siglo XX en Angola, Mozambique, Etiopía o Yemen del Sur
son incluso equiparados con el fascismo[31].
Esta denigración es coherente con la
presentación del colonialismo como un acto de instrucción. La descolonización
es asemejada al desorden que generan los pueblos inmaduros y el análisis de las
adversidades (o desaciertos) de las experiencias radicales es reemplazado por
la impugnación de estos procesos. Esta descalificación incluye una explícita
desvalorización de la cultura negra, que Sebreli considera inferior a sus
equivalentes latinas, islámicas o judías.
El
indigenismo y el populacho
El teórico argentino identifica al indigenismo
con el irracionalismo. Afirma que en ese plano la tradición pre-colombina tiene
muchos puntos de contacto con el despotismo oriental[32].
Esta evaluación naturalmente se basa la
presentación de Occidente como la realización de la civilización. Sebreli
considera que esa superioridad deriva de la primacía asignada a la razón, a la
convivencia social y a las conductas humanistas. Estima que la herencia de las
sociedades que chocaron con Europa merece ser desechada por obsoleta y
regresiva.
El pensador socio-liberal presenta, por
ejemplo, la cosmovisión incaica de unidad indivisible del hombre con la
naturaleza como una manifestación de oscurantismo. Enaltece en cambio los mitos
del progreso tecnológico irrestricto, a pesar de sus terribles efectos sobre el
medio ambiente. No registra los peligros que esta demolición entraña para la
supervivencia humana, mientras impugna las tradiciones de equilibrio ecológico
de custodia de la “madre tierra”. Al endiosar el legado de Occidente en
desmedro de otras culturas oculta los particularismos de una cosmovisión, que
disfraza con prédicas universalistas su desvalorización de otras formas de
pensamiento[33].
Sebreli no analiza el significado de cada
tradición cultural. Se limita a contrastarlas con el valorizado parámetro
occidental. Tampoco sitúa los acervos ideológicos en el lugar que ocuparon en
las batallas sociales de cada época. Por eso el liberalismo es ubicado siempre
en el primer escalón y el indigenismo en el último, sin observar quiénes fueron
los voceros de estos pensamientos en cada circunstancia.
Con este enfoque no puede distinguir la enorme
diferenciación interna que registraron ambas corrientes a lo largo de la
historia. Son evaluadas como dos bloques opuestos omitiendo sus fracturas
internas. Desconoce que el liberalismo de Mariano Moreno y Roca eran
completamente distintos y que las alabanzas melancólico-folklóricas del
indigenismo chocan con la tradición combativa de Tupac Katari.
La ceguera socio-liberal impide notar como el
iluminismo ha sido deformado por los opresores y en qué medida el indigenismo actual
retoma demandas de igualdad política y cultural de los pueblos andinos. La
visión conservadora obstruye esta percepción básica. Sólo registra el costado
totalitario de la tradición indigenista, sin notar sus componentes de colectivismo
igualitarista. Por eso cuestiona los legados de regimentación jerárquica y
desconoce la tradición de trabajo comunitario[34].
En el imaginario liberal las sociedades
pre-colombinas eran más totalitarias que las estratificadas estructuras
socio-políticas que introdujo la colonia. Esa creencia es congruente con la
presentación que hace Sebreli del descubrimiento de América, como una obra de
emprendedores imbuidos del espíritu renacentista.
Esa leyenda ha sido atemperada en los últimos
años por el establishment educativo, que reemplazó la insultante conmemoración
del “día de la raza” por un edulcorado festejo del “encuentro entre dos
culturas”. Sebreli preserva la versión más descarnada de ese acontecimiento y
continúa suponiendo que América ingresó en la historia, gracias a la demolición
de las civilizaciones pre-hispánicas.
Esta denigración de los oprimidos empalma con
su defensa del individualismo frente a la acción colectiva. En sintonía con el
ultra-liberalismo que asumió en los últimos años, Sebreli supone que todo
individuo pierde sus cualidades cuando participa en un colectivo popular. En ese
ámbito se torna pasivo y queda sujeto a la manipulación que ejercen los
dictadores sobre la multitud[35].
Partiendo de esa caracterización, Sebreli repite
todos los prejuicios del liberalismo oligárquico contra las masas sometidas a
la protección del caudillo. Reitera un tipo de zoncera que forjó el imaginario
urbano de las clases medias latinoamericanas, como individuos liberados del
manoseo totalitario. Ese mito siempre ocultó la dependencia política e
ideológica de este sector respecto de minorías acaudaladas. El temido caudillo
fue sustituido por encadenamientos más efectivos.
El social-liberalismo no registra esa
subordinación a las elites oligárquicas porque ha incorporado todas las
supersticiones neoclásicas de independencia individual. Imagina a las personas
como agentes racionales que actúan siguiendo las señales de los mercados.
Sebreli combina esa ilusión con una actitud reactiva frente a cualquier acción
popular.
¿Fin de
las guerras?
El social-liberalismo justifica su entusiasmo
con la época actual destacando que la globalización disipará el peligro de
guerras. Afirma que se están conformando nuevos mecanismos de gobernanza
mundial que pavimentarán la pacificación, mediante la adaptación de los estados
nacionales a la internacionalización de la economía. Estima que con ese
amoldamiento se reducirán todas las amenazas bélicas.
Harris interpreta que las guerras constituyen
simples consecuencias de la competencia entre los estados. Recuerda que esa
rivalidad se remonta al siglo XVIII (68 guerras con 4 millones de muertos), se
acentuó en el siglo XIX (205 guerras con 8 millones de muertos) y culminó en el
siglo XX (234 guerra con 115 millones de muertos). Señala que mediante esas
conflagraciones las clases dominantes quedaron subordinadas a la agenda auto-destructiva
de los estados.
También supone que la compulsión a los
conflictos armados potenció las tendencias estatal-nacionalistas, sofocando la
inclinación pacifista del capitalismo comercial. Las batallas sanguinarias se
impusieron a la dinámica negociadora de los burgueses cosmopolitas[36].
Esta visión es un calco de la presentación
liberal de la guerra, como un producto de ambiciones territoriales contrapuestas
a la convivencia de los mercados. Los generales son vistos como responsables de
las desgracias que rechazan los empresarios. Con este razonamiento se festeja
la primacía lograda por los mercados en desmedro de los estados. Se supone que
la globalización reducirá los enfrentamientos militares permitiendo una sana
concurrencia por el beneficio.
Pero con esta fábula se oculta la estrecha
relación de los capitalistas con el belicismo estatal y la enorme fuente de
lucro que representan las guerras para las grandes empresas. Lejos de ser ajena
o contrapuesta a las conflagraciones, la competencia capitalista siempre ha
sido determinante de esas sangrías.
Existen abrumadoras evidencias del papel
jugado por esas rivalidades en el desencadenamiento de la Primera y la Segunda
Guerra Mundial. La pugna por dominar los mercados desembocó en inéditos
enfrentamientos entre potencias. Los social-liberales no sólo ignoran este
origen, sino que omiten la gravitación posterior de la economía de guerra en el
crecimiento de los años 50 y 60. La carrera armamentista motorizó el nivel de
actividad con el mismo ímpetu que había incentivado las reactivaciones
precedentes.
El social-liberalismo también desconoce hasta
qué punto el complejo industrial-militar del Pentágono continúa apuntalando a
la economía estadounidense. Las guerras inter-imperialistas del pasado han sido
sustituidas por una gestión imperial más colectiva, que exige intervenciones
bélicas constantes para asegurar el control de la energía y los recursos
naturales de África o Medio Oriente[37].
Harris supone que la pacificación del planeta
sobrevendrá al cabo de una paulatina maduración de la globalización. Estima que
esa meta será alcanzada cuando la solidez de la gobernanza mundial neutralice
las resistencias del viejo autoritarismo. Con esa visión pondera el
afianzamiento de una economía internacionalizada que consolidará un planeta
pacificado[38].
Pero estas fantasías ignoran la escalada de
genocidios y destrucciones materiales en curso. La expectativa de un gran consenso
cosmopolita de convivencia no condice con la realidad de la dominación
imperial.
Iglesias desconoce estos datos en su
presentación de los conflictos actuales. Atribuye esos choques a la
supervivencia de dictadores diabólicos que fanatizan a la población. Considera
que las guerras son actos de suicidio colectivo, implementados por estados que
arrastran resabios de tribalismo feudal[39].
Con esa simplificación se exculpa a las clases
dominantes por las tragedias bélicas, ocultando que no son víctimas sino artífices
de esas mortíferas situaciones. La lógica competitiva del capitalismo continúa
determinando esas sangrías.
Iglesias estima que esas pesadillas tenderán a
disiparse con el afianzamiento en las Naciones Unidas. Considera que la
pacificación acompañará la gestación de nuevos poderes democráticos. Apuesta al
surgimiento de parlamentos globales al cabo de complejos procesos de maduración
cosmopolita. Postula un detallado modelo de formas regionales de esa transición
hacia estructuras políticas mundiales[40].
Pero no registra la manifiesta
incompatibilidad del capitalismo con esa utopía. Un sistema de competencia por
beneficios surgidos de la explotación no puede desembocar en una sociedad civil
global de armonía y consenso. El imaginario de una República Universal basada
en el derecho internacional y regulado por una constitución planetaria requiere
la erradicación previa de la primacía del lucro.
Intervención
humanitaria
La principal consecuencia del cosmopolitismo
social-liberal es la convalidación de la intervención imperialista. Esta acción
es aprobada mediante curiosas aplicaciones de las teorías globalistas. Las
mismas justificaciones de “protección humanitaria” que enarbolan las potencias
occidentales son presentadas como grandes pasos hacia el orden democrático.
Harris afirma que esas incursiones ya no son
realizadas por un estado contra otro, sino por organismos colectivos para
asegurar la convivencia mundial. Considera que por primera vez en la historia
se ha creado la posibilidad de eliminar las guerras. Supone que las operaciones
militares consensuadas a nivel internacional permitirán sustituir la vieja concurrencia bélica por una promisoria rivalidad
en torno a la educación, el deporte o la cultura[41].
Si esta ingenuidad no tuviera consecuencias prácticas
pasaría desapercibida como otra banalidad liberal. Pero con ese tipo de
reflexiones se avala el derecho de intervención imperial en Kosovo, Irak o
cualquier otra región señalada por el Pentágono. Harris elude la denuncia de
este tipo de expediciones, estimando que sólo transparentan el uso de armas o
relaciones de poder ya existentes[42].
Pero el social-liberalismo no se limita a
convalidar el status quo. Se ha especializado en perfeccionar un piadoso disfraz
para recubrir las operaciones imperialistas. Iglesias afirma que soslayar el
sostén de esas acciones conduciría a un resultado peor. Las matanzas entre
grupos nacionales, religiosos o raciales embarcados en operaciones de limpieza
étnica quedarían impunes. Por esta razón postula reemplazar el principio de no
intervención por formas humanitarias de injerencia[43].
Con un lenguaje más descarnado Sebreli
desenvuelve las mismas propuestas. Convoca a relativizar el concepto de
soberanía territorial y resalta la meritoria labor cumplida por Estados Unidos en
el derrocamiento de Noriega (Panamá) y Sadam (Irak). Con el mismo cinismo que
exhiben CNN o FOX afirma que habría sido inadmisible abandonar a su suerte al
pequeño Kuwait invadido[44].
Con esas falacias se acepta la doble vara que
impone la diplomacia norteamericana. Cuando un adversario de Estados Unidos
perturba el orden global merece castigos inmediatos y cuando lo hace un aliado
del imperio debe ser comprendido en silencio. En esta duplicidad se basa el
tramposo criterio neoliberal de custodia de los derechos humanos.
Basta registrar la devastadora secuela de destrucción que dejan todas
las agresiones imperialistas, para notar cuánto cinismo subyace en los llamados
liberales a “empoderar a la sociedad civil” contra el belicismo estatal. La
misma hipocresía presentan las convocatorias a forjar valores cosmopolitas,
promoviendo desarmes o cortes internacionales de justicia[45].
La social-democracia globalizada se ha
transformado en una usina de propaganda imperial. Revalida el derecho de
intervención colonial con viejos argumentos de los opresores. Se imagina a sí
misma como la encarnación suprema de la civilización y actúa como vocera de las
causas más retrógradas del capitalismo contemporáneo.
Resumen
El social-liberalismo elogia al capitalismo
globalizado desconociendo la envergadura de las crisis recientes. Pondera sus
logros educativos o democráticos omitiendo la fractura social y los atropellos
a los derechos populares. También desconoce el incremento de la desigualdad.
Confunde el diagnóstico de la mundialización con su aprobación y la existencia
de un mayor entrelazamiento internacional de las clases dominantes con el
progreso cosmopolita.
Los globalistas que abandonan el socialismo
manteniendo la hostilidad al nacionalismo ignoran la diferencia entre el
chauvinismo reaccionario y el antiimperialismo progresista. Repiten una
indiscriminada identificación del nacionalismo con dictadores corruptos.
Suponen que la globalización desembocará en socialismos universales recreando
ingenuas utopías de emancipación repentina.
El social-liberalismo sustituye la vieja
crítica al tercermundismo por un desconocimiento de la opresión que exculpa al
colonialismo, desvaloriza la descolonización y denigra el indigenismo. Observa
comportamientos individuales autónomos donde impera la manipulación mercantil.
Es falso presentar a las guerras como
rivalidades estatales ajenas a la competencia entre capitalistas. El belicismo
no decae con la gobernanza política mundial. Se acrecienta para asegurar
mercados y abastecimientos. Los argumentos humanitarios para justificar las
intervenciones imperialistas utilizan una doble vara, que penaliza a los
adversarios de las potencias y disculpa a sus aliados.
Notas
[1] Cardoso, Fernando Henrique. A Suma e o resto, Editorial
Civilización Brasileira, 2012, Rio de Janeiro, (pag 35-46, 94-119).
[2] Castañeda, Jorge; Morales Marco. Lo que queda de la izquierda, Taurus,
2010, México, (pag 103, 294-298).
[3] Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad, Sudamericana, Buenos Aires, 1992,
(pag 198, 202,
330-331).
[4] Iglesias, Fernando. ¿Qué significa hoy ser de izquierda? Sudamérica, Buenos Aires,
2004, (cap 1,2, 4).
[5] Harris, Nigel. The
Return of Cosmopolitan Capital: globalization, the state and the war, I. B. Tauris,
2003, London, (pag 245).
[6] Una síntesis en: Piketty, Thomas. “En ciertos aspectos las
desigualdades son actualmente mayores que en 1913”, 11/3/2014, encampoabierto.wordpress.com
[7] Harris, Nigel. “Characterising the period”, International Socialism, Issue, 135, www.isj.org.uk
[8] Un ejemplo de esa postura
en: Robinson, William. “Global
capitalism and nation-state-centric”, Science and Society, vol 65, n 4, winter
2001-2002. Nuestro enfoque en: Katz, Claudio, Bajo el imperio del capital, Luxemburg, Buenos Aires, 2011, (pag 205-219).
[9] Harris, Nigel. The Return of Cosmopolitan Capital:
globalization, the state and the war, I. B. Tauris 2003, London, (pag 1-6,
128, 130-131, 159-160).
[10] Op. Cit. (pag
49-53, 88-89, 245-264).
[11]Ver: Budd, Adrian.
“Characterising the period or
caricaturing capitalism? A reply to Nigel Harris”, International Socialism, Issue 138, Spring 2013, www.isj.org.uk
[12] Harris, Nigel. The Return of Cosmopolitan Capital:
globalization, the state and the war, I. B. Tauris 2003, London, (pag 7-44).
[13]Ver: Marfleet, Phil.
“All praise the market! A review of Nigel Harris: The Return of
Cosmopolitan Capital”, International Socialism 2, 102, 2004.
[14] Harris, Nigel. The Return of Cosmopolitan Capital:
globalization, the state and the war, I. B. Tauris, 2003, London, (pag
236-237).
[15]Op. Cit. (pag
142-156, 188-202).
[16] Op. Cit. (pag
243-244).
[17]Ver: Green, Peter. “A review of Nigel Harris, The Return of
Cosmopolitan Capital”, Historical
Materialism, vol 14:4, 2006.
[18] Ver: Chatterjee, Partha, “Comunidade
imaginada. Por quem’”, Um Mapa da Questao Nacional, Sao Paulo,
2000, Editorial Contrapunto, (pag 227-238). Smith, Anthony. “O nacionalismo e
os historiadores”, Um
Mapa da Questao Nacional, Sao Paulo, 2000, Editorial Contrapunto, (pag
185-208).
[19] Iglesias, Fernando. ¿Qué significa hoy ser de izquierda? Sudamérica, Buenos Aires, 2004,
(cap 1, 2, 4)
[20] Op. Cit. (cap-9).
[21] Castañeda, Jorge; Morales, Marco. Lo que queda de la izquierda, Taurus,
2010, México, (pag 32, 104-114).
[22] Op. Cit. (pag 32, 104-114).
[23] Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad, Sudamericana, Buenos Aires, 1992, (pag
197-198).
[24] Op. Cit. (pag
183-197).
[25] Op. Cit. (pag
134-137).
[26] Op. Cit. (pag
161-171).
[27] Harris, Nigel. “Characterising the period”, International Socialism, Issue, 135, www.isj.org.uk
[28] Sebreli, Juan José. Tercer Mundo mito burgués, Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires,
1975, (pag 243-248).
[29] Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad, Sudamericana, Buenos Aires, 1992, (pag
241-247).
[30] Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad, Sudamericana, Buenos Aires, 1992, (pag
248-255).
[31]Op. Cit. (pag
248-255).
[32]Op. Cit. (pag 268-290).
[33]Ver: Díaz Polanco, Héctor. Elogio de la diversidad, Siglo XXI,
México, 2006, (pag 12, 25, 129-130).
[34] Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad, Sudamericana, Buenos Aires, 1992, (pag
268-290).
[35] Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad, Sudamericana, Buenos Aires, 1992, (pag
157-180).
[36] Harris, Nigel. The Return of Cosmopolitan Capital:
globalization, the state and the war, I. B. Tauris 2003, London ((pag
92-93, 119-121).
[37]Nuestro enfoque en:
Katz, Claudio. Bajo el imperio del capital, Luxemburg, diciembre de 2011 (pag 99-121).
[38]Harris, Nigel. “Characterising the period”, International Socialism, Issue: 135, www.isj.org.uk
[39] Iglesias, Fernando. ¿Qué significa hoy ser de izquierda?. Sudamérica, Buenos Aires,
2004, (cap 3- 4-5-13).
[40] Op Cit. (cap 3- 4-5-13).
[41]Harris, Nigel. The Return of Cosmopolitan Capital:
globalization, the state and the war, I. B. Tauris 2003, London, (pag
213-218).
[42] Op. Cit. (pag 213-218).
[43] Iglesias, Fernando. ¿Qué significa hoy ser de izquierda? Sudamérica, Buenos Aires, 2004,
(cap 3- 4-5-13)
[44]Sebreli, Juan José. El asedio a la modernidad, Sudamericana, Buenos Aires, 1992, (pag
192, 201).
[45] Iglesias, Fernando. “Intelectuales por la
democracia global”, La Nación, 25/06/2012