“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

29/10/14

¿Es posible no amar a Espinosa?

Baruch Spinoza Cyprian Koscielniak
Slavoj Žižek
Un retorno al filósofo que constituye el punto de referencia insuperable de Deleuze puede, quizá, ayudarnos a desenmarañar esa ambigüedad de su propio edificio ontológico: Espinosa. Deleuze está lejos de ser un caso aislado en su admiración incondicional por Espinosa. Una de las reglas no escritas de la academia actual, desde Francia hasta América, es el mandato de amar a Espinosa. Todo el mundo le quiere, desde los estrictos "materialistas-científicos" althusserianos hasta los esquizo-anarquistas deleuzianos, desde los críticos racionalistas de la religión hasta los abogados de las libertades y tolerancias del liberalismo, por no hablar de feministas como Genevieve Lloyd, que propone descifrar un tercer tipo de conocimiento misterioso en la Ética como conocimiento femenino intuitivo (un conocimiento que desborda el entendimiento analítico de los varones). ¿Es posible, pues, no amar de algún modo a Espinosa? ¿Quién puede estar contra un judío aislado que, por añadidura, fue excomulgado por la propia comunidad judía "oficial"? Una de las más emotivas expresiones de este amor es la no infrecuente atribución al autor de capacidades casi divinas, como sucede en el caso de Pierre Macherey, quien, en su por lo demás admirable, Hegel ou Spinoza (que polemiza frente a la crítica hegeliana de Espinosa), sostiene que no se puede evitar la impresión de que Espinosa ha leído ya a Hegel y ha contestado, por anticipado, a sus reproches.

Quizás el primer paso más apropiado para problematizar este status de Espinosa sea llamar la atención sobre el hecho de que es totalmente incompatible con la que es, sin muchas dudas, la posición hegemónica en los "estudios culturales" actuales, es decir, el giro ético-teológico "judío" de la desconstrucción que tiene su mejor ejemplificación en la pareja Derrida/Levinas. ¿Hay un filósofo más ajeno a esta orientación que Espinosa, más ajeno al universo judío, que es, precisamente el universo de Dios como Otredad radical, del enigma de lo divino, del Dios de las prohibiciones negativas en lugar de los mandatos positivos? ¿No tuvieron razón los sacerdotes judíos cuando excomulgaron a Espinosa?
No obstante, en lugar de tomar partido en este ejercicio académico, más bien tedioso, de oposición entre Espinosa y Levinas, sería preferible arriesgar una interpretación hegeliana, conscientemente anticuada, de Espinosa. Lo que ambos, espinosianos y levinasianos, comparten es un anti-hegelianismo radical. En la historia del pensamiento moderno, la tríada paganismo-judaísmo-cristianismo se repite dos veces, primero como Espinosa-Kant-Hegel, después como Deleuze-Derrida-Lacan. Deleuze despliega la Sustancia/Una como medio indiferente de la multitud; Derrida la invierte en Otredad radical que difiere de sí misma, y, por último, en una suerte de "negación de la negación", Lacan vuelve a traer el corte, el hiato en el propio Uno mismo. El problema no es tanto el de enfrentar entre ellos a Espinosa y a Kant, asegurando así el triunfo de Hegel, sino más bien el de presentar estas tres posiciones filosóficas en su inaudita radicalidad. De alguna manera, la tríada Espinosa-Kant-Hegel abarca el conjunto de la filosofía.

¿Qué es pues Espinosa? Es, efectivamente, el filósofo de la Sustancia, en un momento histórico preciso: después de Descartes. Por esta razón, está en condiciones de extraer de ello todas sus consecuencias (inesperadas para la mayoría de nosotros). Sustancia significa, en primer lugar, que no hay mediación entre los atributos: cada atributo (pensamientos, cuerpos, etcétera) es infinito en sí mismo; no tiene un límite externo que suponga un contacto con otro atributo. "Sustancia" es el nombre apropiado para este medio absolutamente neutral de la multitud de atributos. Esta falta de mediación es lo mismo que la falta de subjetividad, porque el sujeto es tal mediación. Ex-siste en, o por medio de, lo que en la Lógica del sentido llama Deleuze "precursor oscuro", el mediador entre las dos series diferentes, el punto de sutura entre ellas. Así pues, lo que está ausente en Espinosa es el "sesgo" elemental de la inversión dialéctica que caracteriza la negatividad, la inversión por medio de la cual la propia renuncia del deseo se torna en deseo de renuncia, etcétera. Lo que, en cualquier caso, resulta impensable para él es lo que Freud denominó "pulsión de muerte": la idea de que el conatus está basado en un acto fundamental de autosabotaje. Espinosa, con su afirmación del conatus, del esfuerzo de cada ente por persistir y reforzarse en su ser, y, de esta forma, de luchar por su felicidad, se mantiene dentro del marco aristotélico de la vida buena. Lo que queda fuera de su alcance es lo que Kant presenta como "imperativo categórico", un impulso incondicional que parásita a todo sujeto humano sin consideración alguna por su bienestar, "más allá del principio de placer". Y esto es, para Lacan, el nombre del deseo en su más pura expresión.

La primera consecuencia filosófica de esta noción de Sustancia es un motivo en el que Deleuze no se cansa de insistir: la univocidad del ser. Entre otras cosas, esta univocidad implica que los mecanismos que establecen los vínculos ontológicos descritos por Espinosa son completamente neutrales con respecto a sus "buenos" o "malos" efectos. Espinosa evita de esta forma la doble trampa que ofrece la interpretación más habitual: ni rechaza el mecanismo que constituye a la multitud como fuente de la turba destructiva irracional ni lo ensalza como fuente de la autosuperación altruista o la solidaridad. Por supuesto, era perfecta y dolorosamente consciente del potencial destructivo de la "multitud": recuérdese el gran trauma político de su vida, una turba salvaje linchando a los hermanos De Witt, sus aliados políticos. Sin embargo, sabía perfectamente que los más nobles actos políticos son generados por el mismo mecanismo, exactamente el mismo, y que, en suma, la democracia y la turba que lincha tienen la misma fuente. Es precisamente la relación con esta neutralidad la que hace palpable la distancia que separa a Negri y Hardt de Espinosa. En Imperio encontramos una celebración de la multitud como la fuerza de resistencia, mientras que en Espinosa, el concepto de multitud (multitude) en tanto que muchedumbre (crowd) es fundamentalmente ambiguo: la multitud es resistencia ante el Uno que impone; pero, al mismo tiempo, designa lo que llamamos "turba" ("mob"), una explosión salvaje e "irracional" de violencia que, a través de la imitatio affecti, se alimenta y propulsa a sí misma. Esta profunda visión de Espinosa se pierde en la ideología actual de la multitud. La "indecibilidadad" de la muchedumbre está presente en todo el trayecto: "muchedumbre" designa un cierto mecanismo que genera los vínculos sociales, y en este mismo mecanismo que está en la base, por ejemplo, de la formación entusiasta de la solidaridad social, está también el origen de la explosiva difusión de la violencia racista. La "imitación de los afectos" introduce la noción de una circulación y comunicación transindividuales. Como Deleuze expuso más tarde con una inspiración espinosiana, los afectos no son algo que pertenezca a un sujeto y que se transmita después a otro sujeto; los afectos funcionan en el nivel preindividual, como intensidades libres que no pertenecen a nadie y circulan en un nivel que está por "debajo" de la intersubjetividad. Esto es lo que resulta tan nuevo en relación con la imitatio affecti: la idea de que los afectos circulan directamente, a manera de lo que los psicoanalistas llaman "objetos parciales".

La siguiente consecuencia filosófica es el completo rechazo de la negatividad. Cada ente se esfuerza por lograr su plena actualización; todos los obstáculos proceden del exterior. En definitiva, puesto que todo ente se esfuerza por persistir en su propio ser, no hay nada que pueda ser destruido desde dentro, puesto que todo cambio tiene que proceder de fuera. Lo que Espinosa excluye con su rechazo de la negatividad es el propio orden simbólico, puesto que, como ya sabemos desde Saussure, la definición mínima del orden simbólico es que cada identidad es reducible a un haz (faisceu. ¡La misma raíz que fascismo!) de diferencias: la identidad del significado reside sólo en su(s) diferencia(s) con otros(s) significados(s). Lo que supone que la ausencia puede ejercer una influencia causal positiva: sólo dentro de un universo simbólico es un acontecimiento el hecho de que el perro no ladre. Y esto es, precisamente, lo que Espinosa se propone desterrar; todo lo que admite es una red positiva de causas y efectos en la que, por definición, una ausencia no puede desempeñar ningún papel positivo. O, por decirlo todavía de otro modo: Espinosa no está dispuesto a admitir en el orden de la ontología lo que él mismo, en su crítica de la noción antropomórfica de Dios, describe como una noción falsa que se limita a cubrir las lagunas de nuestro conocimiento, es decir, un objeto, que en su misma existencia positiva, se limita a dar cuerpo a una carencia. En último término, para él cualquier negatividad es "imaginaria," el resultado de nuestro falso conocimiento, antropomórfico y limitado, que no logra aprehender la cadena causal real. Lo que queda fuera de este enfoque es una noción de negatividad que quedaría precisamente ofuscada por nuestra (in)cognición imaginaria. Mientras que la (in)cognición imaginaria se concentra, por supuesto, en las faltas, que siempre son tales en relación con alguna medida positiva (desde nuestra imperfección en relación con Dios hasta nuestro incompleto conocimiento de la naturaleza). Lo que elude es una noción positiva de carencia o falta, una ausencia "generatriz".

Es esta aserción de la positividad del ser la que fundamenta la radical ecuación de poder y derecho en Espinosa. Justicia quiere decir que todo ente puede desarrollar libremente los potenciales de poder que le son inherentes. El impulso último de Espinosa es, pues, acusadamente antilegalista: el modelo de impotencia política es para él la referencia a una ley abstracta y que ignora la trama diferencial concreta y la relación de fuerzas. Un "derecho" es siempre, para Espinosa, un derecho de "hacer", de actuar sobre las cosas de acuerdo con la propia naturaleza, no el derecho (judicial) de "tener", de poseer cosas. Es precisamente esta ecuación de poder y derecho la que evoca Espinosa, en la última página de su Tratado político como argumento para establecer la inferioridad natural de las mujeres:
Si las mujeres fueran por naturaleza iguales a los hombres, si dispusieran en el mismo grado de la fuerza de alma, y las cualidades espirituales que son, en la especie humana, los elementos del poder y en consecuencia del derecho, es seguro que, entre tantas naciones diferentes, no podría dejar de encontrarse alguna en que los sexos reinaran con igualdad, y otras en que los hombres fueran gobernados por las mujeres y recibieran una educación dirigida a limitar sus cualidades espirituales. Pero, como esto no se ha visto en ninguna parte, se puede afirmar, con toda consecuencia que la mujer no es por naturaleza la igual del hombre (1).
Sin embargo, lejos de apuntarse tantos fáciles con este párrafo, habría que oponer aquí a Espinosa la ideología liberal burguesa habitual, que está dispuesta a garantizar públicamente a las mujeres la misma condición legal que a los hombres, relegando su inferioridad a un hecho "patológico" pero carente de relevancia jurídica (de hecho, todos los grandes antifeministas burgueses desde Fichte a Otto Weininger se mostraron siempre cuidadosos a la hora de manifestar que "por supuesto" no pretendían que la desigualdad de los sexos se trasladara a la desigualdad ante la ley). Por otra parte, esta ecuación espinosiana de poder y derecho debería leerse en contraste con la famosa pensée de Pascal:  
"La igualdad de los bienes es, sin duda justa; pero al no poder hacer que sea forzoso obedecer a la justicia, se ha hecho que sea justo obedecer a la fuerza. Al no poder fortificar la justicia, se ha justificado la fuerza, para que lo justo y lo fuerte se mantuvieran unidos, y que hubiera paz, que es el bien soberano" (2). 
Hay que advertir que en este pasaje tiene una importancia crucial la lógica formalista subyacente: la forma de la justicia importa más que su contenido; la forma de la justicia debe ser mantenida incluso si es, en cuanto a su contenido, la forma de su opuesto, de la injusticia. Y podría añadirse que esta discrepancia entre forma y contenido, lejos de ser un simple resultado de circunstancias particularmente desafortunadas, es constitutiva de la noción misma de justicia: la justicia es "en sí misma", en su propia noción, la forma de la injusticia, es decir, una "fuerza justificada". Normalmente, cuando nos encontramos en presencia de unjuicio amañado en el que el resultado está fijado por anticipado en función de intereses políticos y de poder, hablamos de un "disfraz de justicia," algo que pretende ser justicia pero que no es otra cosa que una simple mostración de puro poder o de corrupción que pretenden hacerse pasar por justicia. Pero ¿y si la justicia es "como tal", en su propia noción, un disfraz? ¿No es esto lo que quiere decir Pascal cuando concluye, de una manera resignada, que si el poder no puede llegar a la justicia, es la justicia la que debe llegar al poder?

¿No es en último término el estatus de la justicia el del fantasma en su forma más pura y radical? Incluso en la desconstrucción, incluso en la última Escuela de Francfort, la Justicia se presenta como el horizonte último, "indesconstructible", como señaló Derrida. Aunque la Justicia no procede ni del razonamiento ni de la experiencia, es absolutamente interna a nuestra experiencia y tiene que ser presupuesta intuitivamente ("tiene que haber justicia"), porque de no ser así todo carece de sentido y todo nuestro universo se disgrega (Kant estaba en la estela de esta consideración de la Justicia con su noción de "postulados" de la razón pura práctica). Como tal, la Justicia es un puro constructo-presuposición; verdadera o no, tiene que ser presupuesta. En otras palabras, es finalmente el "je sais bien, mais quand méme"...: aunque sabemos que puede ser una ilusión, tenemos que confiar en ella. La Justicia procura el vínculo secreto entre ética y ontología: tiene que haber justicia en el universo, como principio oculto subyacente a éste. Puesto que hasta la propia "desconstrución" se encuentra inserta en este horizonte teológico, se ve muy bien hasta qué punto es difícil ser ateo.

Kant se ve envuelto en una dificultad similar cuando distingue entre el mal "ordinario" (la violación de la moralidad por alguna motivación patológica, como la avaricia, el deseo o la ambición), el mal "radical" y el mal "diabólico". Puede parecer que estamos en presencia de una simple gradación lineal: el mal "normal", el mal más "radical" y, por último, el impensable mal "diabólico". No obstante, en una consideración más a fondo, queda claro que esas tres especies de mal no están en el mismo nivel. En otras palabras, Kant confunde principios de clasificación diferentes (3). El mal "radical" no designa un tipo de mal específico, sino una propensión a priori de la naturaleza humana (a actuar egoístamente, a dar preferencia a las motivaciones patológicas sobre el deber ético universal) que abre el espacio mismo para los actos de mal "normales", que los arraiga en la naturaleza humana. En contraste con ello, el mal "diabólico" sí designa un tipo específico de acto de mal: actos que no traen causa de una motivación patológica sino que se realizan "sencillamente porque sí", lo que desplaza al propio mal a una motivación no patológica a priori, algo que está cerca del "diablo de la perversidad" de Poe. Kant sostiene que el "mal diabólico" no puede darse en la realidad (es imposible que un ser humano se eleve por sí mismo a norma ética universal), pero proclama, no obstante, que debe ser afirmado como una posibilidad abstracta. No deja de ser interesante que el caso concreto que menciona (en la Parte I de la Metafísica de la moral) sea el regicidio judicial, el hecho de dar muerte a un rey llevado a cabo en tanto que castigo decretado por un tribunal. La afirmación kantiana es que, en contraste con una simple rebelión en la que la turba no mata más que a la persona del rey, el proceso judicial que condena a muerte al rey (en cuanto encarnación del imperio de la ley) destruye desde dentro el propio principio de tal (imperio de la) ley, al convertirlo en un espantoso disfraz, por lo que, como Kant hace notar, tal acto es un "crimen indeleble" que no puede ser perdonado nunca. Sin embargo, en un segundo paso, Kant argumenta exasperadamente que los ejemplos históricos de un acto así (con Cromwelll y en 1793 en Francia), nos ponen simplemente en presencia de una turba que se venga. ¿Por qué esta oscilación y confusión clasificatoria en Kant? Porque, en el caso de afirmar la posibilidad real del mal diabólico, sería completamente incapaz de distinguirlo del Bien: dado que ambos actos tendrían una motivación no patológica, el disfraz de la justicia se haría indistinguible de la justicia misma. Y el cambio de Kant a Hegel es simplemente la transformación de esta inconsistencia kantiana en la temeraria asunción hegeliana de la identidad del mal "diabólico" con el propio Bien. Lejos de establecer una clasificación clara, la distinción entre mal "radical" y mal "diabólico" es así la distinción entre una propensión general ineludible de la naturaleza humana y una serie de actos particulares (que, aunque imposibles, son pensables). ¿Por qué, entonces, tiene Kant necesidad de tal exceso sobre el mal patológico "normal"? Porque, sin él, su teoría no superaría la noción tradicional del conflicto entre bien y mal como conflicto entre dos tendencias de la naturaleza humana: la tendencia a actuar libre y autónomamente y la tendencia a actuar a partir de motivaciones egoístas (4). Desde esta perspectiva, la elección entre bien y mal no es en sí misma una elección libre ya que sólo actuamos de una manera verdaderamente libre cuando actuamos autónomamente por causa del deber (cuando seguimos las motivaciones patológicas, estamos esclavizados a nuestra naturaleza). No obstante, todo eso va contra el impulso fundamental de la ética kantiana, según el cual la propia elección del mal es una decisión autónoma libre.

Volvamos a Pascal. ¿No es su versión de la unidad del derecho y el poder homologa al amor fati y el eterno retorno de lo mismo en Nietzsche? Puesto que, en esta única vida de que dispongo, estoy constreñido por la carga del pasado que gravita sobre mí, la afirmación de mi voluntad de poder incondicional está siempre limitada por lo que, en la finitud del ser arrojado en una situación particular, he tenido que asumir como dado. En consecuencia, la única forma de afirmar efectivamente mi voluntad de poder consiste en trasladarme a una situación en la que sea capaz de querer libremente, de afirmar como resultado de mi voluntad, lo que de otra forma tengo que experimentar como algo que me es impuesto por mi destino exterior; y la única forma de conseguirlo es imaginar que, en el futuro, voy a estar plenamente preparado para asumir libremente los "retornos de lo mismo", las repeticiones del agobio que pesa sobre mí. Este razonamiento parece ocultar, sin embargo, el mismo formalismo que el de Pascal, ya que parte implícitamente de la siguiente premisa: "si no puedo elegir libremente mi realidad y superar la necesidad que me determina, ¿debo elevar libremente esta misma necesidad a algo libremente asumido por mí?" O, como lo formuló Wagner, la gran némesis de Nietzsche, en El Crepúsculo de los dioses: "El temor a la caída de los dioses ya no me aflige /desde que mi deseo lo quiere. / Lo que una vez decidí desesperadamente, / en el dolor salvaje de la división, / ahora lo llevaré a cabo con libertad, alegre y jubilosamente."¿Y no se basa también la actitud de Espinosa en la misma identificación resignada? ¿No le sitúa ésta en una situación diametralmente opuesta a la esperanza judía-levinasiana-derridiana-adorniana de una Redención final, a la idea de que este mundo nuestro no puede ser "todo lo que hay" como Verdad final y última, a la idea de la insistencia en que debemos aferramos a la promesa de un cierta Otredad mesiánica? Esta "mesianicidad de Derrida, despojada de todo" (5) está efectivamente muy cercana a la actitud ante la religión de la Escuela de Francfort, que tiene su más ceñida formulación en la fórmula de renegación fetichista a la que recurrió Max Horkeimer cuando escribió de la propia Teoría Crítica que "sabe que no hay Dios, y sin embargo cree en él" (6).

La característica final en la que culminan todas las anteriores es la suspensión radical por Espinosa de cualquier dimensión "deontológica", es decir, de todo lo que agrupamos normalmente en el término "ética" (normas que nos prescriben cómo tenemos que actuar cuando nos encontramos ante una elección), y esto en un libro denominado precisamente Ética, que es todo un logro en sí mismo. En su famosa interpretación de la Caída, Espinosa sostiene que Dios tuvo que formular la prohibición "¡No comerás la manzana del Árbol del conocimiento!" porque nuestra capacidad de conocer la verdadera conexión causal era limitada. Para los que saben se diría más bien: "Comer del Árbol del conocimiento es peligroso para tu salud". Este completo desplazamiento del mandato a formulaciones cognitivas desubjetiva de nuevo el universo e implica que la verdadera libertad de elección no es más que la visión precisa de las necesidades que nos determinan. Éste es el pasaje capital de su Tratado teológico-político:
(L)as afirmaciones y negaciones de Dios implican siempre una necesidad o una verdad eternas. Y así, por ejemplo, si Dios dijo a Adán que Él no quería que comiera del Árbol del conocimiento del bien y del mal, sería contradictorio que Adán pudiera comer de dicho árbol y sería, por tanto, imposible que Adán comiera de él; puesto que aquel decreto debería llevar consigo una necesidad y una verdad eterna. Pero como la Escritura cuenta que Dios le dio este precepto a Adán y que, no obstante, Adán comió del árbol, es necesario afirmar que Dios tan sólo reveló a Adán el mal que necesariamente había de sobrevenirle si comía de aquel árbol; pero no le reveló que era necesario que dicho mal le sobreviniera. De aquí que Adán no entendió aquella revelación como una verdad necesaria y eterna, sino como una ley, es decir, como una orden a la que se sigue cierto beneficio o perjuicio, no por una necesidad inherente a la naturaleza misma de la acción realizada, sino por la simple voluntad y el mandato absoluto de un príncipe. Por tanto, sólo respecto a Adán y sólo por su defecto de conocimiento, revistió aquella revelación el carácter de una ley y apareció Dios como un legislador o un príncipe. Y por este mismo motivo, a saber, por defecto de conocimiento, el Decálogo fue una ley solamente para los hebreos… Nuestra conclusión es, pues, que sólo en relación a la capacidad del vulgo y a su falta de comprensión se describe a Dios como legislador o príncipe y se le denomina justo, misericordioso, etcétera. Porque, en realidad, Dios obra únicamente por necesidad de su naturaleza y de su perfección, y así dirige todas las cosas. Sus decretos y voliciones son verdades eternas y siempre implican una necesidad. He ahí lo que me proponía probar y explicar en este primer punto (7).
Aquí se oponen, pues, dos niveles: el de la imaginación y las opiniones, y el del verdadero conocimiento. El nivel de la imaginación es antropomórfico: tratamos con una narración en que hay unos agentes que dan órdenes que podemos obedecer o desobedecer libremente, etcétera; Dios mismo, es en este caso, al dispensar su misericordia, el más alto de los príncipes. El conocimiento verdadero, por el contrario, procura el nexo causal, totalmente no antropomórfico, de las verdades impersonales. Extiende la iconoclastia al propio hombre, es decir, no sólo "no representarás a Dios en imagen humana", sino también "no representarás al hombre en imagen de hombre". En otras palabras, Espinosa va aquí un paso más allá de la advertencia habitual de no proyectar sobre la naturaleza humana nociones como fin, misericordia, bien y mal, etcétera, cuyo uso, para la concepción del hombre, tenemos que evitar. Las palabras fundamentales en el párrafo citado son "sólo por su defecto de conocimiento": todo el dominio "antropomórfico de la ley, el mandato, la orden moral, etcétera, está basado en nuestra ignorancia. Lo que Espinosa rechaza es, pues, la necesidad de lo que Lacan denomina "Significante Amo", el significante reflexivo que llena el propio vacío del significante. El propio ejemplo supremo de "Dios" en Espinosa es fundamental aquí: cuando es concebido como una persona poderosa, Dios no hace otra cosa que personificar nuestra ignorancia de la verdadera causalidad. En este punto, cabe mencionar nociones como las de "flogisto", "modo de producción asiático" de Marx o, naturalmente, la hoy tan popular de "sociedad postindustrial"; nociones que aunque parecen designar un contenido positivo, se limitan sencillamente a señalar nuestra ignorancia. El esfuerzo inaudito de Espinosa es pensar la ética misma al margen de las categorías morales de intención, mandato u otras similares. Lo que propone es stricto sensu una ética ontológica, una ética desprovista de dimensiones deontológicas, una ética del "es" sin "debe." ¿Cuál es entonces el precio que se paga por la suspensión de esta dimensión ética del mandato, del Significante Amo? La respuesta psicoanalítica es clara: el superego. El superego está del lado del conocimiento; como la ley kafkiana, no quiere nada de ti, sino que está ahí si acudes a ella. Este es el mandato que está presente en la advertencia que hoy vemos por todas partes: "fumar puede ser peligroso para tu salud". No se prohíbe nada; se informa sobre un vínculo causal. En la misma línea, el mandato "practica el sexo sólo si quieres disfrutar realmente de él" es la mejor manera de sabotear el disfrute. Esta conclusión puede parecer extraña. En una primera aproximación, si ha habido alguna vez un filósofo extraño al superego, es Espinosa. ¿No muestra su pensamiento una actitud única, de indiferencia casi santa, de elevación no sólo por encima de las pasiones e intereses humanos ordinarios, sino también sobre todos los sentimientos de culpa e indignidad moral? ¿No es este universo el de la pura positividad de fuerzas sin negatividad alguna en cuanto a la renuncia a la vida? ¿No es esta actitud la de una afirmación alegre de la vida? Pero ¿y si el nombre oculto de esta indiferencia y de esta pura aserción de la vida es, precisamente, superego?

Notas

1. Espinosa, A Theologico-Political Treatise and a Political Treatise (New York, Dover Publications, 1951), p. 387. Ed. esp. Tratado político: Madrid, Alianza Editorial, 2004. Traducción de Atilano Domínguez.
2. Blaise Pascal, Pensées (Harmondsworth, England, Penguin Boohs, 1965), p. 51. Ed. esp. (entre otras), Pascal, Pensamientos (Madrid, Ediciones Cátedra, 1998).
3. Sigo aquí a Alenka Zupancic, The Ethics of the Real (London, Verso, 2000).
4. Según Kant, si uno se encuentra solo en el mar junto a otro superviviente de un barco hundido y cerca de un trozo de madera que sólo permite que se mantenga a flote una persona, las consideraciones morales dejan de tener validez. No hay ley moral que me impida luchar hasta la muerte con el otro superviviente por un lugar en esa pieza flotante: puedo hacerlo con impunidad moral. Es aquí, quizá, donde encontramos el límite de la ética kantiana. ¿Qué ocurre si alguien quiere sacrificarse voluntariamente para dar a otra persona una oportunidad de sobrevivir, y si, por otra parte, está dispuesto a hacerlo por razones no patológicas? Puesto que no existen razones morales que me obliguen a hacer eso, ¿quiere decirse que un acto de esta índole no tiene propiamente un estatus ético? ¿No demuestra esta extraña excepción que el egoísmo implacable, el cuidado por la supervivencia y el beneficio propios, es el presupuesto "patológico" tácito de la ética kantiana, es decir, que el edificio ético kantiano sólo puede mantenerse si presuponemos tácitamente la imagen "patológica" del hombre como un egoísta utilitarista implacable?
5. Jacques Derrida, "Faith and Knowledge", en Religión (J. Derrida y G. Vattimo editores). (Cambridge, Polity Press, 1998), p. 18.
6. Max Horkheimer, Gesammelte Schriften, vol. 14 (Frakfurt, Suhrkamp Verlag, 1994), p. 508.
7. Espinosa, op. cit., pp. 63-65. Ed. esp. "Tratado teológico-político" en Tratado breve. Tratado teológico-político (Barcelona, Círculo de Lectores. Traducción de Atilano Domínguez), pp. 289-90. Como en la cita anterior de Espinosa, nos hemos servido de esta versión. (N. del T.)

Žižek, Slavoj. "¿Es posible no amar a Espinosa?", en Órganos sin cuerpo. Sobre Deleuze y consecuencias, trad. Antonio Gimeno Cuspinera, Pre-textos, Valencia, 2006, pp. 51-60.