Lenin en Petrogrado ✆ F. Liubimova |
El autor de estas líneas escuchó la noticia del estallido de la revolución de febrero en Berna. En ese momento, Vladimir Ilich vivía en Zurich. Recuerdo que me fui a casa desde la biblioteca sin sospechar nada. De repente me di cuenta de un gran malestar en la calle. Una edición especial de un periódico se vendía a toda prisa con el titular: ‘Revolución en Rusia’. La cabeza me daba vueltas en el sol de primavera. Corrí a casa con el periódico, impreso en tinta que todavía no estaba seca. Tan pronto como llegué a casa me encontré con un telegrama de Vladimir Ilich, que me pidió que fuera a Zurich “inmediatamente”.
¿Esperaba Vladimir Ilich una solución tan rápida? Los que hojeen nuestros escritos de ese período (impresos en Contra la corriente) verán la pasión con la que Vladimir Ilich llamaba a la Revolución Rusa y la forma en que la esperaba. Pero nadie había contado con una solución tan rápida. La noticia fue inesperada.
¡El zarismo había caído! El hielo se había roto. La masacre imperialista había recibido el primer golpe. Se había despejado uno de los obstáculos más importantes en el camino de la revolución socialista. Los sueños de generaciones enteras de revolucionarios rusos, finalmente, se habían convertido en realidad.
Recuerdo un paseo, que duró varias horas, con Vladimir Ilich por las calles de Zurich, que se inundaron con sol de primavera. Vladimir Ilich y yo caminábamos sin rumbo fijo; nos encontrábamos a la sombra de los acontecimientos que se desarrollaban rápidamente. Elaboramos todo tipo de planes, mientras esperábamos a la entrada de la redacción de la Neue Zeitung Züricher nuevos telegramas y nuestras especulaciones se apoyaban en piezas fragmentarias de noticias e información. Pero apenas habían transcurrido unas cuantas horas y no fuimos capaces de contenernos. Teníamos que ir a Rusia. ¿Qué podríamos hacer para salir de aquí lo más pronto posible? Esa era la idea fuerza que dominaba cualquier otro pensamiento. Vladimir Ilich, que habían sentido la tormenta que se avecinaba, había estado particularmente angustiado en los últimos meses. Era casi como si le faltase el aire para respirar. Todo le empujaba a trabajar, a luchar, pero en ‘agujero’ suizo no tenía otra opción que sentarse en las bibliotecas. Recuerdo la ‘envidia’ (si, envidia, no puedo encontrar ninguna otra expresión de este sentimiento) con la que contemplábamos a los socialdemócratas suizos que, de una manera u otra, vivían entre sus trabajadores y se integraban en el movimiento obrero de su país. Pero estábamos separados de Rusia como nunca antes. Anhelamos la lengua rusa y el aire ruso. En aquel entonces, Vladimir Ilich casi me recordaba a un león atrapado en una jaula.
Teníamos que ir. Cada minuto era crucial. Pero, ¿cómo íbamos a llegar a Rusia? La masacre imperialista había alcanzado su cenit. Las pasiones chauvinistas hacían estragos con todas sus fuerzas. En Suiza estábamos aislados de todos los estados involucrados en la guerra. Todos los caminos estaban prohibidos, todas las rutas bloqueadas. Al principio no éramos conscientes. Pero después de unas horas se hizo evidente que se interponían grandes obstáculos y que no sería fácil atravesarlos. Pensamos varias rutas, enviamos una serie de telegramas: era obvio que estábamos atrapados y que era imposible llegar a Rusia. Vladimir Ilich elaboró varios planes, cada uno de los cuales resultó menos factible que el anterior: volar a Rusia en avión (nos faltaban unas cuantas cosas: un avión, los medios necesarios, el permiso de las autoridades, etc.); viajar a través de Suecia usando pasaportes de sordomudos (porque no hablábamos una palabra de sueco); negociar nuestro viaje a Rusia a cambio de la liberación de prisioneros de guerra alemanes; viajar a través de Londres, etc. Hubo varias conferencias de exiliados (con mencheviques, socialrevolucionarios y otros) que trataron de cómo conseguir la amnistía y de pudieran viajar a Rusia todos los que quisieran hacerlo. Vladimir Ilich no asistió a estas conferencias, pero me envió, sin abrigar ninguna esperanza en cuanto al resultado.
Cuando se hizo evidente que no conseguiríamos salir de Suiza – al menos no en pocos días – Vladimir Ilich volvió a concentrarse en sus ‘Cartas desde lejos’. Nuestro pequeño grupo comenzó un intenso trabajo para determinar nuestra línea en la revolución que acababa de comenzar. Los escritos de Vladimir Ilyich de ese período son suficientemente conocidos. Recuerdo un debate en Zúrich, en una pequeña taberna obrera y otra en el piso de Vladimir Ilich, sobre si debíamos exigir el derrocamiento del gobierno de Lvov. Varios ‘izquierdistas’ de entonces insistían que los bolcheviques debían defender ya esa consigna. Vladimir Ilich estaba completamente en contra. Nuestra tarea, dijo, era educar con paciencia y perseverancia, decirle a la gente toda la verdad, pero al mismo tiempo entender que necesitábamos ganar a la mayoría del proletariado revolucionario, etc.
SalidaSe había decidido. No teníamos otra opción. Viajaríamos a través de Alemania. Pasase lo que pasase, era evidente que Vladimir Ilich debía estar en Petrogrado tan pronto como fuera posible. Cuando se mencionó por primera vez esta idea, provocó – como era de esperar – una tormenta de indignación entre los mencheviques, los socialrevolucionarios y de hecho entre todos los exiliados no bolcheviques en Suiza. Incluso hubo algunas dudas entre los bolcheviques. Esta reacción fue, de hecho, comprensible: los riesgos implícitos no eran insignificantes.
Recuerdo cómo, cuándo subíamos al tren en la estación de Zurich, que salía para la frontera suiza, un pequeño grupo de mencheviques organizó una especie de manifestación hostil contra Vladimir Lenin. A las 11 am- literalmente, unos minutos antes de que el tren partiera – un muy agitado Riazánov llamó aparte al autor de estas líneas y le dijo: “Vladimir Ilich se ha dejado llevar y no está teniendo en cuenta los peligros. Es usted demasiado flemático: ¿no se da cuenta de que es una locura? Convenza a Vladimir Ilich de que debe abandonar su plan de viajar a través de Alemania”. Pero después de unas semanas, Mártov y otros mencheviques se vieron obligados a embarcarse también en la ‘locura’ de ese viaje.
… Habíamos partido. Recuerdo la macabra impresión de un país muerto cuando viajamos a través de Alemania. Berlín, que vimos a través de las ventanillas del tren, parecía un cementerio.
El estado de excitación en el que todos nos encontrábamos de alguna manera abolió nuestra percepción del espacio y el tiempo. Un vago recuerdo de Estocolmo ha quedado en mi mente. Nos movimos mecánicamente a través de las calles y compramos mecánicamente las cosas necesarias para mejorar la higiene de Vladimir Ilich y de los demás. Preguntamos cuando saldría el próximo tren para Torneo – había casi cada 30 minutos. Nuestra imagen de los acontecimientos en Rusia era todavía muy difusa en Estocolmo. Ya no había ninguna duda sobre el equívoco papel jugado por Kerenski. Pero ¿que estaba haciendo el sóviet? ¿Se habían aposentado Chkeidze y compañía ya en el Soviet? ¿A quién apoyaba la mayoría de los trabajadores? ¿Qué posición había adoptado la organización bolchevique? Todo ello era aún muy poco claro.
Torneo: recuerdo que era de noche. Viajamos en trineos sobre los golfos congelados. Había dos personas en cada trineo. La tensión alcanzó su cenit. Los camaradas más vivaces de entre los jóvenes (como Usievich, que ahora está muerto) estaban inusualmente nerviosos. Pronto veríamos los primeros soldados revolucionarios rusos. Ilich permanecía extremadamente tranquilo. Le interesaba especialmente lo que estaba ocurriendo en Petersburgo. Viajando a través de los golfos congelados, miraba con curiosidad en la distancia. Como si sus ojos ya pudieran ver lo que estaba sucediendo en el país revolucionario a 1.500 kilómetros frente a nosotros.
RusiaYa estábamos en el lado ruso de la frontera (la actual frontera entre Finlandia y Suecia). Los camaradas más jóvenes se abalanzaron hacia los soldados de frontera rusos (había probablemente sólo 20 a 30) y entablaron conversación para averiguar lo que estaba sucediendo. Vladimir Ilich se hizo con unos periódicos rusos. Había números sueltos de la Pravda de Petersburgo. Vladimir Ilich devoró las columnas y luego levantó las manos en forma de reproche: había leído la noticia de que se había descubierto que Malinovsky en realidad era un espía.
A Vladimir Ilich le preocuparon varios artículos de los primeros ejemplares de Pravda, que no eran del todo irreprochables desde el punto de vista del internacionalismo. ¿Era cierto? ¿No estaba el punto de vista internacionalista lo suficientemente claro? Lucharíamos contra esto y pronto se corregiría la línea del periódico.
Nos encontramos entonces por primera vez con los ‘lugartenientes de Kerensky’, los demócratas revolucionarios. Después nos cruzamos con soldados revolucionarios rusos, que Vladimir Ilich calificó de “concienzudos defensores de la patria”, a los que teníamos que “educar con paciencia”. Siguiendo las órdenes de las autoridades, un grupo de soldados nos acompañó a la capital. Llegamos al tren.
Vladimir Ilich tanteó a estos soldados; hablaron de la patria, de la guerra y de la nueva Rusia. La conocida especial capacidad de Vladimir Ilich de acercarse a los trabajadores y los campesinos permitió que en poco tiempo se estableciera una excelente relación de camaradería con los soldados. Las discusiones continuaron durante toda la noche sin interrupción. Los soldados, los “defensores de la patria”, insistieron en que ellos tenían razón. La primera cosa que Vladimir Ilich concluyó de este intercambio fue que la ideología de la ‘defensa de la patria’ seguía siendo una fuerza poderosa. Con el fin de luchar contra ella necesitábamos una terca rigidez, pero también paciencia y astucia en como dirigirnos a las masas.
Todos estábamos convencidos de que seríamos detenidos por Miliukov y Lvov a nuestra llegada a Petersburgo; Vladimir Ilich era el más convencido de que ocurriría y preparó a todo el grupo de camaradas que viajábamos con él para esta eventualidad. Para mayor seguridad, incluso hicimos que todos los que viajaban con nosotros firmasen declaraciones oficiales, declarando que estaban dispuestos a ir a la cárcel y que defenderían la decisión de viajar a través de Alemania ante cualquier tribunal. Cuanto más nos acercábamos a Bjeloostrov, más nos emocionábamos. Pero al llegar allí fuimos recibidos por las autoridades con la suficiente cortesía. Uno de los oficiales de Kerensky, que tenían el cargo de comandante de Beloostrov, incluso dio el parte a Vladimir Ilich.
En Beloostrov fuimos recibidos por nuestros amigos más cercanos – entre ellos Kamenev, Stalin y muchos otros. En un estrecho y oscuro vagón de tercera clase, iluminado únicamente por una vela, tuvimos el primer intercambio de opiniones.
Vladimir Ilich bombardeó a los camaradas con preguntas.
“¿Vamos a ser arrestados en Petersburgo?”Los camaradas que habían viajado para reunirse con nosotros no nos proporcionaron una respuesta específica y se limitaron a sonreír furtivamente. En el camino, en una de las estaciones cercanas a Sestrorezk, cientos de proletarios recibieron a Vladimir Ilich con la calidez que habían reservado sólo para él. Lo llevaron en hombros y dio su primer breve discurso de bienvenida.
Un triunfoLa plataforma de la estación de Finlandia en Petersburgo. Ya era de noche. Sólo entonces entendimos las sonrisas furtivas de nuestros amigos. Lo que esperaba a Vladimir Ilich no era la prisión, sino un triunfo. La estación y la plaza de en frente se inundaron de la luz de los faros. En la plataforma había una larga columna de guardias de honor de todas las armas y servicios. La plataforma, la plaza y las calles adyacentes estaban llenas de decenas de miles de trabajadores que con entusiasmo daban la bienvenida a su dirigente. Sonó ‘La Internacional’. Decenas de miles de obreros y soldados contenían apenas la emoción.
En unos pocos segundos Vladimir Ilich se ‘adaptó’ a la nueva situación. En la llamada Cámara Imperial fue recibido por Chkeidze y una delegación plenaria del Sóviet. El viejo zorro de Chkeidze dio la bienvenida a Lenin en nombre de la ‘democracia revolucionaria’ y expresó ‘su esperanza’, etc. Sin pestañear, Lenin respondió a Chkeidze con un breve discurso que, desde la primera palabra hasta la última, fue una bofetada en la cara a la ‘democracia revolucionaria’. Su discurso terminó con las palabras: “¡Viva la revolución socialista”.
En este momento una enorme masa de gente se abalanzó hacia nosotros. Mi primera impresión fue que éramos como un corcho en esa enorme ola. Vladimir Ilich fue levantado en el aire y colocado en la parte superior de un tanque y de esa manera hizo su primera visita a la capital revolucionaria, entre densas filas de obreros y soldados, cuyo entusiasmo no tenía límites. Dio discursos cortos y lanzó las consignas de la revolución socialista a la multitud.
Una hora más tarde llegamos al palacio Kshesinskaia, donde estaba esperándonos casi la totalidad del partido bolchevique. Los discursos de los camaradas duraron hasta el amanecer y Vladimir Ilich les respondió con el discurso final. Temprano por la mañana, casi al amanecer, nos separamos unos de otros y aspiramos el aire hogareño de Petersburgo. Vladimir Ilich estaba fresco y feliz. Tenía buenas palabras para todos. Se acordó de todos y que volvería a verlos a todos, mañana, cuando comenzase la nueva tarea.
Caras felices por todas partes. El líder ha llegado. Todos ellos miraban a Vladimir Ilich con una alegría sin límites, entusiasmo y amor y él tomó nota de este hecho.
Vladimir Ilich estaba en Rusia, en la Rusia revolucionaria, después
de largos años de exilio. La primero de una serie de revoluciones había
comenzado. La Rusia revolucionaria por fin tenía un verdadero líder. Un
nuevo capítulo en la historia de la revolución internacional comenzaba.