
En este frío mes de febrero, en el que todavía las tardes
son cortas y las temperaturas no animan mucho a salir, a tenor de todos los
artículos que en los diversos medios, especializados o generalistas, han
aparecido con motivo del bicentenario del nacimiento del gran novelista inglés
Charles Dickens, he vuelto a revivir con nitidez una escena que andaba perdida
en los recovecos de mi memoria. Sucedió una tarde muy parecida a estas en pleno
invierno, a la vuelta del colegio. Estaba sentada en la sala de casa de mi
abuela con un libro entre las manos y el corazón encogido. Las desventuras de
su protagonista, un pequeño huérfano, habían llegado a tocar mi fibra sensible
y, al mismo tiempo, no podían dejar de despertar mi rabia.