Juan Forn
El gran Elías Canetti rechazaba la muerte. Literalmente.
Creía que, si se lo proponía en serio, si enfrentaba el asunto con todo su ser,
con toda la potencia de su personalidad, que era mucha, quizá lograra salirse
con la suya. Salirse con la suya era no morir. Yo creo que Canetti fue una de
las mentes supremas del siglo XX, pero en este aspecto tengo que coincidir con
alguien mucho más pedestre que él, su anónima editora inglesa, una de mis damas
preferidas en el reino de las letras, que dijo: “El señor Canetti puede rechazar la parca todo lo que quiera, pero dudo
que sea recíproco”. Por esa clase de cosas, Diana Athill se ganaba al
instante la confianza de sus autores o los perdía para siempre, y no fueron
muchos los que perdió en sus cincuenta años de trabajo de hormiga en la
editorial inglesa André Deutsch. Curiosamente, la Athill estuvo más cerca de
lograr el cometido de Canetti que el propio Canetti: a los setenta y cinco
años, cuando la editorial se vendió y los nuevos dueños la fletaron a su casa,
descubrió con júbilo que podía escribir, que sabía escribir (“Tiene que ver básicamente con el hecho de
encontrar un ritmo, o tal vez descender hasta un nivel en que ese ritmo existe
de manera autónoma”). Los cuatro libros que publicó, desde entonces hasta
sus noventa y dos años, hicieron creer a unos cuantos que esa mujer había
pasado de largo su propia muerte, o merecido una segunda vida insospechadamente
plena en las postrimerías de su prolongada (y opaca, según ella misma)
existencia inicial.