Durante décadas, el Museo Ravel en las afueras de París
recibió más visitas de fanáticos de la literatura que de melómanos. Hacían los
30 kilómetros hasta Montfort l’Amaury para hablar con la casera del museo,
porque esa mujer de vestido negro abotonado hasta el cuello, anteojos de abuela
y pelo siempre recogido en severo y tirante rodete, era la persona que más
sabía de Proust en el mundo: Celeste Albaret, la mucama, valet, ama de llaves, correo, confidente y ángel guardián del
hombre que un día se encerró en su dormitorio (luego de tapizar de corcho las
paredes y el techo, poner vidrios triples en las ventanas y cerrar para siempre
las cortinas a la luz del día) para escribir en la cama, robándole a la muerte
un día, y después otro, y otro, durante ocho largos años, las tres mil páginas
de 'En busca del tiempo perdido'.
Al final, el museo terminó pidiendo a Celeste que se
jubilara antes de tiempo, para que el lugar recuperase su provinciano ritmo de
otrora (el insomne crónico Ravel lo había elegido porque era el único lugar
donde podía “al menos creer” que dormía). Recién entonces, en un pisito cercano
que le cedió el ayuntamiento, ella se sentó a leer los libros de Proust. En los
tiempos en que servía a su patrón no leía nada, no tenía tiempo; todos sus desvelos
estaban orientados a darle a Monsieur el tiempo que necesitaba para terminar su
libro interminable. Una sola persona para servir a una sola persona, en una
casa donde no se usaba la cocina (Proust sólo bebía dos tazones de café con
leche al día; la comida se pedía al Ritz y se le servía en la cama, y la
mayoría de las veces a Monsieur le bastaba con mirar el plato para recordar el
sabor y darse por satisfecho), ni se usaban los salones, atiborrados de muebles
heredados, ni se recibían visitas salvo de a una, y de duración telegráfica. Y,
sin embargo, Celeste no tuvo un minuto de respiro desde que, a los veintidós,
recién llegada del campo, quedó providencialmente a cargo de Proust cuando la
guerra del ’14 lo dejó sin servidumbre, hasta que lo vio morir ocho años
después (él clavó sus ojos en ella, que estaba a los pies de la cama, durante
cinco eternos minutos, hasta que el profesor Robert Proust, hermano del
moribundo, le murmuró al oído: “Se nos ha ido, Celeste”, y la envió contra su
voluntad, después del entierro, a una clínica de reposo, porque ella llevaba
siete semanas sin acostarse a descansar).
Además de hacerle el café y recoger la infinidad de pañuelos
que Proust dejaba caer al piso luego de secarse la nariz una sola vez (jamás se
sonaba, jamás usaba dos veces un pañuelo), además de evitar que se filtrara la
menor corriente de aire, brizna de polvo o germen en la recámara de su asmático
señor, Celeste era la encargada de entregar en mano (y traer la respuesta) de
cada carta que él escribió en esos ocho años: Proust no creía en el teléfono,
prefería que Celeste fuese su correo, sólo a ella podía mandarla
indistintamente a palacetes de condesas y prostíbulos para hombres, y leerle
después en voz alta las confidencias recibidas, y explicarle cómo le servían
para su libro, así como podía tenerla parada desde las cuatro hasta las nueve
de la mañana a los pies de la cama desde donde él, cómodamente recostado, le
contaba cada detalle de la velada nocturna a la que acababa de asistir.
“Ensayaba conmigo lo que luego iba a escribir. No era mi opinión lo que buscaba
sino mi reacción. ‘Tengo el deber de divertirla’, me decía. Al igual que se
enseña a un niño a andar, él me enseñó paso a paso cómo serle de utilidad. Yo
no sólo viví a su ritmo: pasaba veinticuatro horas al día, siete días a la
semana, viviendo sólo para él. Ocho años, día por día, son más que mil y una
noches.”
Las amistades de Proust creyeron al principio que se
encerraba porque se había quedado sin dinero: nadie lo creía gravemente
enfermo, nadie creía que estuviera dedicando el tiempo que le quedaba a sacar
de sus entrañas semejante libro. “Usted es la única que me conoce de verdad,
Celeste. Nadie como usted sabe lo que hago. Después de mi muerte, todos vendrán
a verla para saber de mí.” Fueron todos. Pero primero fue Celeste a la clínica
de reposo. Lograron ponerla a dormir y después no podían levantarla: Celeste no
quería despertar, no le interesaba la vida si en ella ya no estaba el objeto de
sus desvelos. Su fiel marido Odilon (que fue también el fiel chofer de Proust
durante aquellos ocho años), con la instintiva sabiduría de las almas simples,
le dio entonces una hija, y le consiguió, fuera de París, lo más cerca que pudo
del campo, aquel puesto en Montfort l’Amaury. Y entonces comenzó la peregrinación:
hablar con Celeste era lo más parecido que quedaba en el mundo a hablar con
Proust. Por el Museo Ravel pasaron condesas y demi-mondaines envejecidos,
chismosos de la prensa y de la academia, pomposos escritores y ávidos editores.
Todos querían la versión Celeste de los hechos. Pero ella sólo recibía a
quienes habían tratado a Monsieur. Hasta que, a los ochenta y cuatro años, ya
largamente retirada del museo y luego de haberse leído uno tras otro los siete
tomos de Proust y todas las biografías y semblanzas que se habían escrito sobre
él, sintió que se había dicho demasiado de Monsieur, y mucho de ello falso, y
se decidió a dar su versión de los hechos en un libro extraordinario.
Es leyenda que Proust debió pagar de su bolsillo el primer
tomo de En busca del tiempo perdido porque nadie se lo quería publicar. Cuatro
años después, cuando el fin de la guerra permitió que se publicaran los dos
tomos siguientes, Proust se volvió un clásico en vida, antes incluso de que
terminara su libro: los primeros tres tomos estaban en la calle, los dos
siguientes en imprenta y él estaba encerrado en su dormitorio escribiendo
contra reloj los dos últimos, temiendo que la muerte se lo llevara antes de que
alcanzara a terminar. Cuenta Celeste en su libro que, siete semanas antes de
morir, en 1922, Proust le dijo una tarde, cuando ella entraba en su habitación
trayéndole el desayuno: “Celeste, anoche he escrito la palabra FIN”. “¡Pero eso
no significa que hemos acabado de pegar papelitos!”, protestó ella (se refería a
los famosos agregados que hacía Proust a sus originales: tiras de papel pegado
en los márgenes, cuando ya no quedaba más espacio en la hoja para agregar nada;
algunas de esas tiras plegadas como acordeones tienen hasta metro y medio de
largo; Celeste era la encargada de pegarlas). Proust contestó: “Eso es otra cosa. Lo importante es que
desde ahora ya no sentiré que me he sacrificado en vano”. Siete semanas
después estaba muerto. Ya conté esos últimos, estremecedores cinco minutos en
que el barbado y macilento Proust clavó su mirada en la de Celeste, a los pies
de la cama. Entonces el profesor Robert se inclinó dulcemente sobre su hermano
y le cerró los ojos. Dice Celeste que ella quiso unirle las manos, como hacían
en su pueblo con los difuntos, pero el profesor le dijo: “No, Celeste. Murió trabajando. Dejémosle las manos estiradas”.