Durante décadas, el Museo Ravel en las afueras de París
recibió más visitas de fanáticos de la literatura que de melómanos. Hacían los
30 kilómetros hasta Montfort l’Amaury para hablar con la casera del museo,
porque esa mujer de vestido negro abotonado hasta el cuello, anteojos de abuela
y pelo siempre recogido en severo y tirante rodete, era la persona que más
sabía de Proust en el mundo: Celeste Albaret, la mucama, valet, ama de llaves, correo, confidente y ángel guardián del
hombre que un día se encerró en su dormitorio (luego de tapizar de corcho las
paredes y el techo, poner vidrios triples en las ventanas y cerrar para siempre
las cortinas a la luz del día) para escribir en la cama, robándole a la muerte
un día, y después otro, y otro, durante ocho largos años, las tres mil páginas
de 'En busca del tiempo perdido'.
“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell
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12/1/13
Más que mil y una noches / Visitar al museo de Maurice Ravel para saber de Marcel Proust
Juan Forn
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Reseña
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