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Durante décadas, el Museo Ravel en las afueras de París
recibió más visitas de fanáticos de la literatura que de melómanos. Hacían los
30 kilómetros hasta Montfort l’Amaury para hablar con la casera del museo,
porque esa mujer de vestido negro abotonado hasta el cuello, anteojos de abuela
y pelo siempre recogido en severo y tirante rodete, era la persona que más
sabía de Proust en el mundo: Celeste Albaret, la mucama, valet, ama de llaves, correo, confidente y ángel guardián del
hombre que un día se encerró en su dormitorio (luego de tapizar de corcho las
paredes y el techo, poner vidrios triples en las ventanas y cerrar para siempre
las cortinas a la luz del día) para escribir en la cama, robándole a la muerte
un día, y después otro, y otro, durante ocho largos años, las tres mil páginas
de 'En busca del tiempo perdido'.