a entender el mapa político en el que nos situamos.
En primer lugar, hasta el momento las luchas sectoriales han
predominado sobre las luchas estructurales. Las diferentes mareas, que expresan
un movimiento de protesta heredero del 15M, no han terminado de confluir en una
gran marea o tsunami ciudadano. En segundo lugar, la actitud es esencialmente
defensiva. La percepción es que estamos ante una regresión social efectiva, y
que el deber moral o la necesidad vital trata de impugnar. Y en tercer lugar,
la manifestación institucional de todo ello es el desencanto y el descrédito
respecto al sistema político, por un lado, y el creciente peso relativo de
organizaciones políticas que tratan de canalizar el descontento, por otro lado.
Este último punto merece la pena abordarlo con rigor. Se ha
hablado de desplome del bipartidismo, y bien creo que es así. La ciudadanía ha
dejado de confiar, en términos generales, en los dos partidos políticos que han
gestionado el país durante el tiempo en el que se gestaba el desastre actual.
La intención de voto parece un buen indicador de ello. Sin embargo, ese
fenómeno no se ha traducido en un ascenso igual de otras formaciones políticas.
En realidad, la verdadera beneficiada del proceso es la suma de la abstención y
el voto en blanco. Los datos no dejan lugar a dudas:
Probablemente esto se deba a que los ciudadanos no impugnan
únicamente el bipartidismo sino el sistema político mismo. Asociada la política
institucional española a un eje izquierda-derecha, donde PSOE y PP
representaban ambos polos, el fracaso de ambos partidos es también el fracaso
de ese eje como forma de identidad política. Que es, no cabe duda, el eje
dominante en el que ha operado la política desde la Revolución Francesa.
Así las cosas, no podemos quedarnos en la epidermis del
problema. Tratemos, más bien, de profundizar en las causas últimas de este
fenómeno. Y me parece encontrar al menos tres importantes. La primera, el
proceso de desdemocratización de las instituciones públicas, que incluye la
mercantilización del espacio público y el regalo de los instrumentos políticos a
instituciones alejadas de la ciudadanía (como el BCE o la Comisión Europea). El
efecto es que la gente no siente que el Parlamento sea útil, en un sentido
amplio. La segunda, que los casos de corrupción se perciben como generalizados
y se asocian a la estructura oligárquica de los partidos políticos,
desconectados totalmente de los representados. Así, a partir de la falta de
mecanismos radicalmente democráticos en los partidos se ha creado un imaginario
de clase política corrupta que lo abarca y contamina prácticamente todo. La
tercera, que la frustración natural producto de una grave crisis económica se
dirige a quienes, al menos formalmente, deberían dar respuesta a los problemas
de la ciudadanía y sin embargo no lo están haciendo. ¿A quién interpelar sino a
los formalmente propios representantes?
En este contexto Izquierda Unida está consiguiendo sentirse
representante de, aproximadamente, el mismo porcentaje de representados que en
1996. Pero a la vez es incapaz de absorber el desencanto político que está, por
el contrario, nutriendo las filas de la abstención y el voto en blanco. Esa
creciente abstención proviene fundamentalmente de las filas de los dos partidos
mayoritarios, y probablemente poco o nada identificados con las posiciones más
radicales del eje izquierda-derecha.
Lo que tenemos es un sector cada vez más amplio de la
ciudadanía que no se siente representado y que está, de facto, fuera del
sistema político. Está desilusionado, desencantado, destensado políticamente.
Sin embargo, según las encuestas es un sector que simpatizó con el 15M,
apoyando su filosofía e incluso sus propuestas, pero también con la Plataforma
de Afectados por las Hipotecas. Es un sector, como apunta Fernández Liria en su
reciente artículo, que comparte con los sectores más ideologizados las
reivindicaciones sociales de resistencia, esto es, posee un sentido común que
dice que no es justo que nos roben nuestros derechos. Por lo tanto no es un
sector despolitizado per se, sino un sector sencillamente sin ilusión política.
Perciben el actual sistema como algo gris, producto de formas de organización
que no se adecúan a las necesidades sociales actuales.
Si se acepta lo anterior entonces no tenemos más remedio que
reconocer que no estamos ante un problema de programa político, en el sentido
clásico de la palabra, sino en un problema de enfoque político. Porque si uno
se sigue moviendo en un marco con el que no se identifica un sector creciente
de la población, sólo puede aspirar a mantener reducidos porcentajes de
aceptación. Si, por el contrario, uno aspira a dar un salto cualitativo
entonces sabe que tiene que cambiar las formas organizacionales y de mensaje
para generar la ilusión, que es el requisito indispensable para poner en marcha
el programa sustantivo. Estamos ante la diferencia entre aspirar a gestionar el
15% del voto o por el contrario aspirar a construir mayorías sociales. Hay un
largo trecho entre ambas posiciones, a pesar de que se sitúen bajo el mismo
programa formal.
Un ejemplo claro de todo esto ocurrió con el 15M. A nadie se
le escapó que las demandas formales de Democracia Real Ya, primero, y de las Asambleas
del 15M, después, eran en muchos casos plenamente coincidentes con el programa
de la izquierda alternativa y, particularmente, de IU. Sin embargo, IU no logró
por si sola canalizar la frustración del modo masivo que sí lo consiguió el
15M. No era tampoco entonces un problema de programa político.
Lo que estoy diciendo es que la Revolución Social tiene que
ir necesariamente de la mano de la Revolución Política. Y esto, naturalmente,
no es nada nuevo. Ya Louis Blanc lo señaló en el siglo XIX cuando trataba de
convencer de las ventajas del republicanismo, como paradigma político, a los
trabajadores que empezaban a difundir ideas socialistas. Pero también está vinculado
con las formas de comunicación política, y tanto el jacobino Robespierre como
el bolchevique Lenin sabían que no había otra manera de convencer y estimular
al pueblo que a través de la palabra bien expresada. El primero defendió sus
tesis roussonianas con una consigna tan básico como la del derecho a la
existencia y el segundo no ignoró que los sesudos debates de teoría marxista
debían terminar traducidos en poderosas consignas políticas como la de Paz,
tierra y pan. Siempre los debates teóricos fundamentan las ideologías, mientras
que los discursos se sitúan en el plano de la cristalización concreta. No en
vano, Marx escribió El Capital, pero también El Manifiesto Comunista.
¿Qué hacer?
Pienso que Izquierda Unida tiene que decidir a qué aspira
como colectivo. Y si, como pensamos algunos, nuestra aspiración es construir la
mayoría social, entonces tenemos que adaptar nuestra organización al contexto
sociopolítico en el que nos situamos. Ello pasa, necesariamente, por entender
que los ciudadanos estamos reclamando participación en todos los niveles.
Queremos que nuestra voz cuente, de modo que queremos que nuestros votos en
democracia no sean secuestrados por los bancos, las grandes fortunas o la troika.
Pero también queremos que nuestra voz como militantes cuente en la toma de
decisiones colectivas de la organización. ¡Y que ocurra lo mismo como
trabajadores en las empresas! Se trata, en resumen, de democratizar todo
espacio de la vida política.
De ahí que una de las formas de recuperar la ilusión de quienes
han tirado la toalla pase también por democratizar las instituciones del Estado
y las de representación política. Es decir, un verdadero proceso constituyente
que proporcione nuevas reglas al juego democrático.
Y ya tenemos debates que se sitúan en la superficie de esa
cuestión. La reclamación de primarias abiertas es un síntoma de que hay
reivindicaciones de esa naturaleza. Sin embargo, las primarias abiertas no
suponen, a mi juicio, solución ninguna. Y en su tipo ideal no tienen encaje
ideológico en un partido emancipatorio, como expuse hace unos días. Pero
incluso aceptando sus virtudes, que existen, las primarias se quedarían cortas
porque se refieren únicamente a la elección de candidatos. Y lo cierto es que
lo verdadera y sustancialmente democrático es la participación permanente del
representado en la tarea del representante. Es decir, llevar el debate a
aspectos tales como la rendición de cuentas, los revocatorios, la transparencia
y, desde luego, la habilitación de ágoras para debatir con sinceridad. Se
trata, como recordaba el otro día, de neutralizar la ley de hierro de la
oligarquía en el seno de las organizaciones políticas. De impedir, en
definitiva, que unas pocas personas ostenten el poder efectivo, y la soberanía,
que pertenece a la colectividad. Tanto en el Estado, donde el sujeto soberano
es el ciudadano, como en los partidos políticos, donde lo es el militante.
Si aceptamos este enfoque entonces tampoco tenemos más
remedio que aceptar que las próximas elecciones europeas no son unas elecciones
más. Son el primer punto de encuentro de un ciclo político, compuesto por tres
procesos electorales, que responde a un contexto socioeconómico que abre la
factibilidad de emancipación social. Lo importante no es, ni ahora ni nunca, el
resultado electoral per se sino el tejido social que se logra articular de cara
a un objetivo político más ambicioso. Me parece más apropiado que el objetivo
sea la transformación de la frustración social existente –y ello remite
lógicamente al sector abstencionista- en un compromiso político bien definido,
todo lo cual únicamente puede lograrse a través de dos mecanismos. El primero,
que la organización se sitúe en el conflicto político cotidiano y no concentre
todas sus fuerzas en el ámbito institucional. El segundo, que permita en su
seno la total participación democrática, que es además la cuna de la
legitimidad.
Por eso la elección de la candidatura de Izquierda Unida
para estas elecciones -y la naturaleza del proceso correspondiente- no puede
ser entendida como un mero accidente en el terreno. Se trata de una oportunidad
para comenzar un proceso de adaptación organizativa a un contexto
socioeconómico como el descrito más arriba. Se trata de definir, también a
través de las formas, si aspiramos al 15% o a la mayoría social.
En efecto, iniciar un proceso de radicalidad democrática es,
en realidad, ponernos manos a la obra en la construcción de las mayorías
sociales y trabajar por la reconquista de la democracia. Dar al pueblo lo que
le pertenece, su soberanía y su derecho a la existencia, es a fin de cuentas el
motor de todas las revoluciones modernas.
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