“Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por los sufrimientos de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación” — Bertrand Russell

30/6/16

João Guimarães Rosa, otro gigante de la literatura brasileña

João Guimarães Rosa ✆ Baptistão
Ricardo Bada  

La literatura brasileña del siglo XIX la domina un gigante, Joaquim Maria Machado de Assis, un gigante que, al mismo tiempo, es una isla. En el siglo XX, esa isla deviene archipiélago, se le unen seis gigantes más: Euclides da Cunha, Graciliano Ramos, Nelson Rodrígues, Carlos Drummond de Andrade, Jorge Amado y João Guimarães Rosa. Y aparece también un islote  exuberante, producto de una erupción volcánico-creadora, avizorado por el intrépido explorador de territorios vírgenes Mário de Andrade, que lo llamó Macunaíma

Un inciso: No faltarán entre ustedes los conocedores de la literatura brasileña que se estén preguntando si no me olvido de Clarice Lispector. No la olvido, pero a mí me parece –muy a contrapelo del consenso casi unánime, para el cual Clarice es una escritora cuyos cuentos pueden equipararse a los de Guimarães Rosa– que en el panorama de los siete gigantes de que hablo, ella no tiene sitio. Con toda seguridad es bastante posible que me equivoque, pero creo que está sobrevalorada literariamente en función de criterios extraliterarios. No obstante, quede constancia de la existencia de ese consenso y de mi modesta opinión en contra. Y con ello cierro el inciso.

Todos y cada uno de los siete gigantes de que hablé merecen una atención que con frecuencia le ninguneamos al Brasil, sin que jamás haya logrado querer (porque poder sí puedo) entender el por qué. Si aquí me concentro en Guimarães Rosa se debe a la ocasión de rememorarlo que nos ofrece el centenario de su nacimiento. Pero no olvidemos a los otros: sus tallas ciclópeas configuran en el mapa de la literatura latinoamericana una especie de Isla de Pascua, y en rigor les deberíamos dedicar un par de minutos de esta charla.

Joaquim Maria Machado de Assis es algo así como el padre fundador de la narrativa brasileña. Nos dejó una obra monumental: algunos volúmenes de versos, no poco teatro, traducciones de Víctor Hugo y Charles Dickens, no menos de 200 cuentos, y algunas de las novelas más logradas del idioma portugués: Quincas Borba, Memórias póstumas de Brás Cubas y, sobre todo, su obra suprema, Dom Casmurro, a propósito de la cual quisiera decir algo, y es algo que Machado de Assis antepone a su novela: “Casmurro está aquí en el sentido que le puso el vulgo, de hombre callado y metido en sí mismo”. Y si es el propio autor quien lo explica tan claramente, ¿por qué en la traducción española se mantuvo el Don Casmurro original, que a un lector hispanoamericano que desconozca el portugués no le dice nada en absoluto? ¿Por qué no Don Taciturno, por ejemplo? Sea como fuere, Machado de Assis se nos aparece como la equivalencia brasileña de su riguroso contemporáneo, José Maria Eça de Queiroz, otro gigante, a este lado del Atlántico, en Portugal.

Euclides da Cunha murió joven y en circunstancias melodramáticas, asesinado a tiros por el amante de su esposa, con quien ella se había ido a vivir, y que además era campeón de tiro, por lo que no debe descartarse la posibilidad de un suicidio por mano ajena. Euclides da Cunha no fue lo que se dice un escritor en el sentido estricto, pero creó una epopeya sin igual, Los sertones, sobre la campaña de Canudos, una insurrección agraria y también espiritual, donde una turbamulta de fanáticos desharrapados, comandada por el alucinado y mesiánico Antônio Conselheiro, mantuvo en jaque al ejército federal durante largos meses. Es un tema que, haciendo honor a su inmensa capacidad profesional, retomaría años después Mario Vargas Llosa para escribir La guerra del fin de mundo, plasmando asímismo una obra de categoría comparable a la del original, o que por lo menos a mí me lo parece.

Graciliano Ramos es otro de esos gigantes brasileños, quizás el más caro a mi corazón, incluso por su falta de visión de futuro (fíjense que aseguró que el fútbol “es una cosa gringa, nunca va a echar raíces en el Brasil”). No fue muy prolífico, su obra se reduce a un par de novelas, pero qué novelas: San Bernardo, Vidas secas, ambas geniales, y luego sus formidables Memórias do cárcere, los recuerdos de su prisión en una isla-penitenciaría, por su oposición a la dictadura de Getulio Vargas. Un libro inolvidable y que fue filmado de manera congenial por Nelson Pereira dos Santos, siendo su estreno en Brasil, en 1984, la señal para acabar con otra dictadura, la de los generales que amordazaron al país entre 1964 y 1985. Curiosamente, con Graciliano se repite el caso de Euclides da Cunha, y es que un autor contemporáneo, brasileño en su caso, Silviano Santiago, se planteó y cumplió en su novela Em liberdade (En libertad), un desafío de primera categoria: recrear la prosa de Memórias do cárcere cuando Graciliano sale de la prisión; una magnífica novela también la de Silviano Santiago.

Nelson Rodrígues, ay... es un capítulo del que siempre me duele hablar, porque no entiendo cómo es posible que uno de los dramaturgos más grandes, más revolucionarios, del siglo XX, sea tan desconocido –por no decir lisa y llanamente desconocido, a secas– en España. En el país donde Carlos Arniches, al crear como género la “tragedia grotesca”, anticipó la “tragédia carioca” de Nelson Rodrígues, lo que no amengua el mérito del brasileño, quien con absoluta seguridad no conoció nada de la obra de Arniches. Obras como Toda desnudez será castigada, Vestido de novia, Álbum de familia, El beso en el asfalto, Viuda, pero honesta, Los siete gatitos, fabulosos ejemplos de un teatro ferozmente combatiente contra la mentira vital (la misma lucha que anima el mejor teatro de Ibsen)... no acabo de comprender que no hayan subido nunca a los escenarios españoles. O si lo comprendiese, acaso sería bastante peor.

Carlos Drummond de Andrade, otro gigante entre los gigantes, es el poeta del siglo y del idioma al otro lado del Atlántico, como lo es Pessoa de este lado. Y es un poeta de una obra poco menos que oceánica, pero que nunca resulta gárrulo, como suele ser el caso con Neruda. Tal vez porque Drummond de Andrade dispone de un recurso en principio nada poético pero que él supo aplicar de manera incomparable en su obra: el humor. Me tomaré un minuto para leerles un poema suyo, muy suyo, de los eróticos, a los que también les llegó la gloria cinematográfica en la película O amor natural, un largo documental de la neerlandesa Heddy Honigmann, donde puso a leer en voz alta esos poemas a personas de la calle, en el Brasil, filmando sus reacciones. Uno de los filmes más divertidos, pero también más aleccionadores, que he visto en mucho tiempo. Dice así el poema:
El culo, qué gracioso.
Está siempre sonriendo, nunca es trágico.
No le importa lo que hay
al frente del cuerpo. El culo se basta y sobra.
¿Existe algo más?  Tal vez los senos.
Aunque –murmura el culo– a esos muchachos
aún les queda mucho por aprender.
El culo son dos lunas gemelas
en rotundo meneo. Anda por sí
en la cadencia mimosa, en el milagro
de ser dos en uno, plenamente.
El culo se divierte
por cuenta propia. Y ama.
En la cama se agita. Montañas
que se yerguen, se desploman. Olas batiendo
en una playa infinita.
Ahí va sonriendo el culo. Va feliz
en la caricia de ser y balancearse.
Esferas armoniosas sobre el caos.
El culo es el culo,
requeteculo.
Jorge Amado se murió sin que le concedieran el Nobel. Otra de las hazañas increíbles de que se puede sentir orgullosa la Academia Sueca. En 1998 éramos muchos los que pensábamos que si por fin, al cabo de un siglo, la Academia Sueca se dignaba acordarse del idioma de Camões, lo debiera haber hecho partiendo el premio por gala en dos, entre Portugal y Brasil. Y aunque es evidente que en Portugal podían habérselo otorgado a José Cardoso Pires, Agustina Bessa-Luís, António Lobo Antunes o Miguel Torga –si bien al final se decidieran por quien lo hicieron–, también es evidente que en el Brasil, muertos Carlos Drummond de Andrade y João Guimarães Rosa, el único Nobel indiscutible era Jorge Amado. Me acordé de 1972, cuando por primera vez después de la guerra, el Nobel se concedió a un alemán, a Heinrich Böll, sí, me acordé de que la espontánea y humilde reacción del autor de Opiniones de un payaso consistió en preguntar: “¿A mí solo? ¿Y no con Günter Grass?”. Algo por el estilo esperé yo en vano del portugués premiado en 1998 que preguntase: “¿A mí solo? ¿Y no con Jorge Amado?”. La estatura moral siempre se evidencia donde menos uno se lo espera.

Y así llegamos finalmente a João Guimarães Rosa, que también fue propuesto para el Nobel, pienso que prematuramente, y luego la muerte se le adelantó a cualquier chance de obtenerlo. Y es para llegar a él que he sentido imprescindible hacer esta introducción personalizada, ubicando al autor al lado de sus pares, para resaltar en un marco adecuado la grandeza de su obra. Volviendo a Pío Baroja, a quien mencioné al principio, si me pidiesen hablar de él en este recinto, yo no tendría necesidad alguna de contar quiénes fueron Unamuno, Azorín, Machado, Juan Ramón Jiménez, Valle-Inclán. Pero mucho me temo que sí lo necesitaba al tratar de situar a Guimarães Rosa y a su obra, en su tiempo y en su espacio.

Su espacio. Esa es otra. Su espacio fue el Brasil, y aquí debo hacer mías, porque lo dejó dicho de manera inmejorable, las palabras del uruguayo Emir Rodríguez Monegal en su prólogo a la edición española de las Primeras historias de Guimarães Rosa:
“Aunque Brasil ocupa prácticamente la mitad de América Latina, la literatura brasileña es casi desconocida en el resto del continente de habla española. La aparente semejanza de las lenguas, cuyo tronco común es indiscutible, enmascara una dificultad de lectura que acaba por desanimar a los hispanohablantes. En esto, los brasileños demuestran mayor imaginación. No es extraño ver libros en español en las mejores bibliotecas particulares del Brasil. En cambio, es casi una señal de esnobismo encontrar un  libro en portugués en la biblioteca de un escritor hispanoamericano, a no ser que se trate de un lusitanista.
Pasa aquí algo similar a lo que también revela un análisis profundo de la geografia cultural de América del Sur; aunque unido por los fondos a casi todos los países de habla española (sólo con Chile y Ecuador no tiene fronteras), el Brasil les da la espalda. En vez de estar enlazados por los grandes ríos, por la selva infinita, por esa tierra de nadie que es el corazón compartido de todo el continente verde, ambos grupos vecinos se desconocen y miran obsesivamente a las metrópolis culturales del hemisferio norte”.
Por eso mismo, y con ello concluyo la cita de Emir Rodríguez Monegal, “no es extraño que el descubrimiento de la obra impar de João Guimarães Rosa no haya sido realizado en las grandes editoriales de la América española, sino en la España misma”. Y aquí y ahora, esta noche, vamos a seguir descubriéndolo.

Ocurre, sin embargo, que al aproximarme a Guimarães Rosa, en este marco centenarial, me acuerdo fatalmente de los versos de Pessoa: “Si yo fuese otra persona, les daría gusto a todos./ Así, como soy, tengan paciencia”. Y ello porque además vivo en Alemania y hay un aspecto de la vida de nuestro autor que me interesa por sobre todos: su estadía en Hamburgo, como vicecónsul del Brasil, entre mayo de 1938 y la declaración de guerra de su país al Eje, en 1942, con el resultado de que lo internan durante cuatro meses en Baden-Baden, en compañía de otros diplomáticos latinoamericanos, siendo finalmente canjeado por homólogos alemanes.

Quisiera, pues, dedicar la segunda parte de esta conferencia a hablar de la vida de Guimarães Rosa, y comenzar resaltando el hecho de que, al igual que Pío Baroja, fue médico y ejerció la profesión, y también la dejaría al poco tiempo, aunque no para dedicarse a la panadería, sino a la diplomacia. No puede darse mayor asimetría.

Y quisiera hacerlo –hablar de la vida de Guimarães Rosa– porque a mí me ha parecido de siempre que la clave para el entendimiento de su obra, o mejor dicho, de lo que caracteriza y distingue a esa obra, diferenciándola de todas las demás contemporáneas en su país, y hasta en el mundo, es la persona, el hombre que la hizo. Se me antoja que hay mucho que hablar de él, acecharlo en su desempeño público y también en la intimidad familiar, para representarnos mentalmente la complejidad de su idioma, y comprender lo arriesgado de su apuesta.

João Guimarães Rosa nació en Cordisburgo, en el Estado de Minas Gerais, el 27 de junio de 1908, siendo el primero de los seis hijos de Francisca Guimarães Rosa (a quien todos llaman Chiquitinha) y de Florduardo Pinto Rosa, “un comerciante de aves, juez de paz, cazador de pumas, peluquero y contador de historias, que llevaba al niño consigo hasta los mismos antros donde los gaúchos y los vaqueros recordaban sus vidas, mientras comían recostados a las sillas de montar o descansaban entre el pienso de las bestias”: así lo describe el poeta colombiano Harold Alvarado Tenorio. Pero yo prefiero retener más bien otro detalle del padre de nuestro escritor, y es su nombre, ese nombre, Florduardo, que ya es, per se, el de un protagonista de algún cuento de Guimarães Rosa.

El niño Joãozito es miope y, como muchos miopes, un lector voraz, dotado además de un talento natural para los idiomas. Él mismo nos dejó dicho alguna vez, sin el mejor resquicio de vanagloria, sino sencillamente enumerando: “Hablo portugués, alemán, francés, inglés, español, italiano, esperanto, un poco de ruso; leo sueco, holandés, latín y griego (pero con el diccionario a mano); entiendo algunos dialectos alemanes; estudié la gramática del húngaro, del árabe, del sánscrito, del lituano, del polaco, del tupí [un idioma de los aborígenes brasileños], del hebreo, del japonés, del checo, del finlandés, del danés; chapurreo algunas otras. Pero todas mal. Y pienso que estudiar el espíritu y el mecanismo de otras lenguas ayuda mucho a una comprensión más profunda del propio idioma. Principalmente cuando se estudia por diversión, gusto y satisfacción”. 

Otra de sus aficiones era la biología en el sentido más amplio, y como resultado de ello fue que estudió la carrera de medicina, y una vez concluida la misma, desechando unas promesas muy tentadoras que le hacen en una clínica de Belo Horizonte, la capital del Estado mineiro, se fue a ejercerla en un pueblito del mismo estado, Itaguara. Antes, se casó con la jovencísima Lygia Cabral Penna, de dieciséis años, de quien tuvo dos hijas, Vilma, nacida en Itaguara, y Agnes, nacida en Barbacena, una pequeña ciudad también mineira, adonde la familia se mudó en 1932, tras haber participado Guimarães en la Revolución Constitucionalista como médico voluntario de la Fuerza Pública. De entonces data su amistad personal con quien sería luego presidente del país, Juscelino Kubitschek, el visionario creador de Brasilia.

Hombre de una sensibilidad extremada, Guimarães Rosa acabó no pudiendo soportar el dolor ni, mucho menos, la muerte de sus pacientes, y abandonó el ejercicio de la medicina, pasando a trabajar durante tres años en el Servicio de Protección al Indígena, y es en ese tiempo cuando prepara su ingreso en la carrera diplomática, en ese ministerio brasileño de Asuntos Exteriores al que como el palacio de Santa Cruz, el Quai d’Orsay o el Foreign Office, y también en su día la Wilhelmstrasse, se lo conoce por un topónimo: el legendario Itamaratí. E ingresó, sacando el segundo puesto en las oposiciones, y tras un período de adiestramiento en el propio ministerio, sale para su primer destino: Hamburgo.

De vuelta en Río de Janeiro, tras romperse las relaciones diplomáticas entre Brasil y Alemania, casi inmediatamente lo envían a Bogotá, permaneciendo allí hasta 1944, y regresando a ella en los días de la novena Conferencia Panamericana de 1948: una Bogotá que en esos días quedó poco menos que reducida a escombros y ruinas humeantes, a consecuencia del tristemente célebre “bogotazo” que siguió al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el líder liberal ultimado en la Carrera Séptima el 9 de abril, en pleno desarrollo de dicha Conferencia. No existe constancia de que Guimarães Rosa se haya cruzado en ningún momento de esos días con un líder juvenil cubano de nombre Fidel Castro, pero en todo caso, ello engalanaría más la biografía de este último, que la del escritor brasileño. Pero de lo que sí hay constancia fotográfica, en cambio, es de que se encontró con dos colombianos a la sazón jovencísimos, Álvaro Mutis y Gabriel García Márquez: un documento donde no se sabe qué admirar primero: si la simetría del bigote de García Márquez con la palomita de Guimarães, o la asimetría entre las sonrisas de los dos jóvenes colombianos y la seriedad del brasileño. Como fuere, es una foto para la Historia.

Y de Bogotá, Guimarães Rosa pasó a París, en 1951, y a su regreso a Río de Janeiro se hizo cargo de la dirección del gabinete ministerial, aposentándose a la doble sombra del Pan de Azúcar y el Cristo de Corcovado. Ya no saldrá más en misiones diplomáticas al extranjero, sino a partir de 1962, cuando lo nombran jefe del Servicio de Demarcación de Fronteras, donde tuvo un desempeño notable del que también hablaré más adelante: no en vano Brasil es un país que tiene fronteras con todos los países de Sudamérica, menos Chile y Ecuador, y eso significa la insignificante cifra de diez fronteras diferentes.

En 1956 había publicado dos libros magistrales, Cuerpo de baile y Gran Sertón: Veredas, y en 1963 fue elegido miembro de la Real Academia de Letras de Brasil, pero se tomó cuatro años antes de decidirse a pronunciar el discurso de recepción. Se diría como si hubiera tenido alguna oscura premonición de desgracia. Y si la tuvo, la premonición se cumplió, porque sólo tres días después de haber pronunciado finalmente su discurso, murió en su departamento de Copacabana, el 19 de noviembre de 1967. No alcanzó a cumplir 60 años.

Disponemos de un libro magnífico a pesar suyo, para llegar a conocer más íntimamente a este hombre, y es Relembramentos: João Guimarães Rosa, meu pai, es decir: Remembranzas: João Guimarães Rosa, mi padre, que se debe a su hija mayor, Vilma, y que es un batiburrillo más o menos heteróclito de recuerdos relatados por ella, y de entrevistas donde habla en extenso de su padre, así como un nutrido cuerpo de correspondencia de Guimarães Rosa con sus propios padres, con la madre de sus dos hijas, con ellas mismas y con varios amigos y, coronando esa cosecha, el discurso de toma de posesión de su plaza en la Real Academia de Letras de Brasil. Y si digo que este es un libro magnífico a pesar suyo lo digo porque el material agavillado, sobre todo el epistolario, es de tal calidad que se perdonan las muchas falencias y el exceso de hagiografía filial que lo distinguen. Y sobre todo el hecho de que, conscientemente, falsea la imagen total de la persona João Guimarães Rosa, pues su hija Vilma no menciona ni una sola vez el hecho de que sus padres se separaron en 1938, ni el hecho de que su padre volvió a casarse con una brasileña a la que iba a conocer luego de esa separación, cuando llegó como vicecónsul a Hamburgo.

[Esta es la falencia principal del libro y recuerda, a quienes la conozcan, una magnífica película argentina, de Tristán Bauer, acerca de la persona Julio Cortázar, una película a cuyo estreno asistí en el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva, en 1994, y me dejó un regusto amargo. En ella no se mencionaba ni una sola vez el hecho de que Cortázar estuvo casado con Ugné Karvellis, su segunda esposa: al parecer, ese fue el peaje que tuvieron que pagar los guionistas (el propio Tristán Bauer y su esposa, Carolina Scaglione) para tener acceso a los materiales preciosos con los que trabajaron. Este modo de ninguneo, que ya había descubierto años atrás en el libro de remembranzas de la hija de Guimarães Rosa, es algo que entristece y desalienta, pero que además provoca lástima, porque a la larga es inútil, la verdad siempre termina por saberse. Y es hora de que cerremos el inciso].

Una vez hecho este resumen de la vida de Guimarães Rosa, sería necesario ocuparnos de su  obra. Ahora bien: hablar de la obra suele ser casi siempre una tediosa repetición de lugares comunes, vinculada al hecho de que fue un cuentista magistral (Sagarana, Cuerpo de baile, Primeras historias, Tutaméia – Terceras historias y el libro póstumo Estas historias), y como Maupassant, otro cuentista genial, sólo escribió una novela. Aunque desde luego, ante esa novela hay que sacarse el sombrero. De Gran Sertón: Veredas se puede afirmar, sin temor a marrarla, que pertenece al himalaya de la literatura universal.

El mismo Harold Alvarado Tenorio, a quien antes cité, ha reseñado su trama de un modo convincente, y que además sortea con acierto los escollos mostrencos del lugar común:
“El asunto de la novela es la posesión diabólica. Riobaldo [un ex bandido, convertido en honorable estanciero, y que en un inmenso monólogo recuerda con nostalgia episodios de su rica vida aventurera y amorosa] está convencido de haber hecho un pacto que lo llevó a una vida de perversidad y crímenes, con un daimon que aparece en todas partes. (...) Para conjurar el efecto del Patas aparece Diadorim, muchacha disfrazada de hombre, cuya identidad solo es revelada después de su partida de este mundo. Riobaldo cuenta sus esfuerzos por vengar la muerte y entender la relación con su extraordinario amigo y constante compañero, joven de inusual hermosura y pureza, hacia quien siente una atracción sexual que lo atormenta. (...) Sus averiguaciones sobre la existencia del diablo y la naturaleza de sus poderes no solo nos van preparando, en las incesantes alusiones, para recibir un espantoso misterio, sino que desean, al vincularlo a una realidad concreta, aislarlo –mediante el Amor–, para que no vuelva a contaminar el mundo. Cuando al fin llega la revelación, así haya sido presentida, nos trastorna. Riobaldo, queriendo someter a Hermógenes, asesino del padre de Diadorim, pacta con el Maligno y puede hacerse jefe de su bandería. La ayuda del demonio le hace pensar en cómo tendrá que pagarla. Pero Diadorim muere en el mismo momento en que mata a Hermógenes, el Mal”.
A esta reseña, y como lo hace el propio Alvarado Tenorio, añadiré una nueva cita del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, pionero en el descubrimiento de la obra de nuestro autor: 
“Por la magnitud de su empresa, por el nivel de creación verbal y mítica en que se sitúa Grande Sertão: Veredas, por la sabiduría de su enfoque humanístico y la ironía sazonada de su visión narrativa, esta obra de Guimarães Rosa es una, si no la más grande, de las creaciones de la literatura latinoamericana. Es, también, una síntesis magistral de las esencias de esa enorme, desmesurada, escindida tierra de Dios y el Diablo que es su patria”.
He aquí ahora una muestra de la potencia narrativa de Guimarães Rosa en Gran Sertón: Veredas, en una escena donde hace su aparición el canibalismo:
“Con otros nuestros padecimientos, los hombres urdían azuzados por el hambre –caza no hallábamos– hasta que tumbaron a balazos un macaco de mucho bulto, lo despedazaron, lo cuartearon y estaban comiendo. Probé. Diadorim no llegó a probar. Por cuanto se supo ­–se lo juro a usted– cuando estaban así como así asando, y masticando, que el corpulento aquél no era mono, no, no le encontraban rabo. ¡Era hombre humano, casero, uno llamado José dos Alves! La madre dél vino a avisar, llorando y explicando, era creatura de Dios, que desnuda iba por falta de ropa... Esto es, tanto no, pues ella misma bien estaba vestida con unos trapos, pero el hijo también huía así por los bosques, por andar mal de la cabeza. Fue asombro. La mujer, hincada de rodillas, suplicaba. Alguno dijo: Ahora que está bien difunto, se come lo que alma no es, que es modo de no morirnos todos... No se le vio el chiste. No, pero no comieron, no pudieron. Para acompañar no tenían ni harina. Y yo arrojé. Otros también vomitaban”.
No puedo olvidar, a propósito de esta escena de canibalismo, lo que escribió al respecto la profesora brasileña Suzi Frankl Sperber: 
“La propuesta antropofágica como tal, está en el Manifiesto antropofágico escrito por Oswald de Andrade y publicado en 1926: ‘Sólo la Antropofagia une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente. Única ley del mundo. Expresión enmascarada de todos los individualismos, de todos los colectivismos. De todas las religiones. De todos los tratados de paz. Tupí or not tupí, that is the question’.
“Incluso sin reconocerse seguidor del Movimiento Antropofágico, Guimarães se sumerge como antropofágicamente en un conjunto abarcador de culturas, espiritualismos y religiones que estudió y anotó de modo cuidadoso”, termina diciendo Suzi Frankl Sperber.
Ni puedo dejar de comentar que a veces, en aras de una simplificación reductora, se ha dicho (y hasta se ha publicado) que Guimarães Rosa es el Joyce brasileño y su Gran Sertón: Veredas la réplica latinoamericana del Ulises. Apenas cabe pensar en un disparate mayor, no sólo por el ámbito, urbano en el Ulises, rural en Gran Sertón: Veredas. Es que además, la obra de Joyce se nos propone como culminación sofisticada del neoclasicismo, con sus tres unidades de tiempo (un día), de lugar (Dublín) y de acción (el trajín cotidiano de Leopoldo Bloom y de Stephan Daedalus, cuyos caminos se cruzan una vez en ese día): Ulises es un descenso del Olimpo para celebrar las epifanías de lo nimio cotidiano. Mientras que Gran Sertón: Veredas es consagración litúrgica del barroco, de esa corriente artística que aspira a desvelar la trascendencia ascendiendo desde el detalle. Gran Sertón: Veredas a lo único que se parece es al Mato Grosso, o si acaso a un concierto para órgano y orquesta, donde la orquesta bien conjuntada es el portugués, y el órgano cuenta con una prodigiosa variedad de registros incapaces de ser transferidos a ninguna otra partitura que el texto de esta novela. Razón por la cual Guimarães Rosa la escribió.

En lo que se refiere a sus cuentos, me importa destacar una obra maestra como es ‘A terceira margem do rio’ (también filmado por Nelson Pereira dos Santos, en 1994), además de por ser una obra maestra porque me parece que mucho mejor que como ‘La tercera orilla del río’, debería haberse traducido como ‘La tercera margen del río’, pues este título incluye la idea de la automarginación del protagonista, una conducta que recuerda la de Wakefield, protagonista a su vez de un cuento también magistral de Hawthorne. ‘A terceira margem do rio’ relata la historia de un padre de familia, en un poblado ribereño, un padre que, según lo describe su hijo, quien narra la historia, “no parecía más extravagante ni más triste que los otros, conocidos nuestros. Solamente quieto. Era nuestra madre la que mandaba y quien a diario regañaba a mi hermana, a mi hermano y a mí. Pero ocurrió que cierto día nuestro padre mandó que se le hiciera una canoa”, dice el narrador. Y en el momento en que la canoa está construida, el padre se monta en ella y se va a vivir en el río (“ancho de no poderse ver la otra orilla”, una frase clave en la comprensión del título), y nunca más volverá a pisar tierra. Eso es todo, nada más seis páginas que se quedan grabadas a fuego en la memoria, absolutamente inolvidables.

Antes, en la cita de Emir Rodríguez Monegal, salió a relucir “el nivel de creación verbal” de Guimarães Rosa. Los ejemplos son numerosos, y acaso el más conocido sea el título de uno de sus volúmenes de cuentos: Sagarana, palabra que proviene del islandés “saga” y del tupí “rana”, que significa “semejante, igual”, por lo que “sagarana”, a su vez, significa “semejante a una saga”. Y aprovecho la oportunidad de haber vuelto a decir cuentos para aclarar que, al menos en Cuerpo de baile, Guimarães Rosa distingue entre ellos los que llama “romances” (que podría traducirse aproximadamente como “novelas breves”, las nouvelles de los franceses), y los que llama propiamente “contos”, o sea: “cuentos”. A decir verdad, no encuentro entre ellos otra diferencia que la cantidad de páginas. Porque los personajes, los lugares, los temas, las atmósferas y, sobre todo el idioma, esos no cambian.

Guimarães Rosa no es un escritor literario. No sé cómo definirlo. Es alguien que llega a la literatura desde el mundo de la medicina, de las ciencias naturales, y así, su manera de situarse ante la página en blanco y el instrumento para desflorarla es muy otro que el de quienes llegan ahí provenientes de las ciencias humanísticas o sociales. Amén de ello, es un hombre que, como médico, ha desempeñado sus funciones en lugares apartados de la civilización, para no decir abiertamente horros por completo de la misma. Ha estado en contacto con un mundo arcaico, prístino, a veces feroz y espantable, casi siempre paupérrimo, tanto que en algunos casos, por ahorrar, las personas hasta ahorran saliva, es decir: no hablan, como sucede con los protagonistas de Vidas secas, de Gracialiano Ramos, el otro gran narrador del sertón. Dice así de Fabiano, el personaje principal de su intensa novela: “La única criatura que lo entendía era su esposa. No necesitaba ni siquiera hablar: los gestos bastaban”. En cambio los de los contos y romances de Guimarães Rosa sí que hablan, y no poco que habla Riobaldo, nada menos que a lo largo de casi quinientas páginas.

Y ese flujo verbal es la marca de fábrica de Guimarães Rosa. Su idioma resulta dificilísimo de leer incluso a los propios brasileños. Es un idioma con una substancia lingüística propia, total y felizmente autónoma del léxico y la sintaxis de los demás. En él se mezclan gozosamente los fonemas y dan lugar a un magma verbal que seduce de una manera muy singular e irresistible. Sólo puedo explicarlo recurriendo a una anécdota personal, y es que un día me enteré de que la más honda belleza de la poesía de Pushkin residía en lo musical de su manejo del idioma, en que el ruso, en manos de Pushkin, era como una orquesta. Poco después tuve un compañero de trabajo venezolano, hijo de una rusa, y que se había criado en la Unión Soviética. Era, y es, una persona de memoria prodigiosa, y un día se me ocurrió preguntarle si sabía recitar de memoria  algún poema de Pushkin. “¿Alguno?  Pregúntame más bien cuál”. Y acto seguido comenzó un recital apasionado, arrebatado, que a mi esposa y a mí nos tuvo prendidos de su voz durante larguísimos minutos que se nos hicieron cortísimos: no entendíamos nada, pero Dios mío, qué maravilla era aquél caudal de sonido que podía manar como una fuente, y de repente precipitarse como una cascada o remansarse como un lago. Esa es, exactamente, la sensación que sobrecoge a uno leyendo la prosa de Guimarães Rosa. Luego, conforme se le va agarrando el tranquillo, y se penetra en el texto, el asombro crece, todo aquello tiene un sentido profundo y elaborado, crea un universo de la nada, o la nonada. “Nonada” es la palabra con que se inicia Gran Sertón: Veredas, y que reaparece en el último párrafo de la epopeya: “Amable usted me oyó, mi idea confirmó: que el Diablo no existe. ¡Por supuesto! Usted es un hombre soberano, circunspecto. Amigos somos. Nonada. ¡El diablo no hay! Es lo que yo digo, que de haberlo... Lo que existe es el hombre humano. Travesía”.

A fines del año 45, en una carta a uno de sus mejores amigos, el embajador Antônio Francisco Azeredo da Silveira, Guimarães Rosa le disse: “Ando con hambre de cosas sólidas y con ansia de vivir lo esencial. Leí Time Must Have A Stop, de [Aldous] Huxley. Personalmente, pienso que llega un momento en la vida de uno, en que el único deber es luchar ferozmente por introducir, en el tiempo de cada día, el máximo de ‘eternidad’”. Aquí, Guimarães Rosa está citando un verso que parece haberle impactado mucho, de T. S. Eliot: “Encontrar el punto de intersección entre el tiempo y la eternidad, ésa es la tarea del santo”. A encontrar ese punto se encaminó su obra. No de otro modo puede explicarse lo desmesurado de su ambición creadora, resumida en Gran Sertão: Veredas, que es como un aerolito literalmente caído del cielo en el planeta de la literatura mundial.

Y he dejado expresamente para el final el episodio que más me gusta de la vida de nuestro autor, y que es sumamente desconocido en nuestras latitudes, e ilumina esa vida con un nuevo resplandor.

Cuando Guimarães Rosa llega a Hamburgo, su primer destino como diplomático, es un hombre de 30 años, casado, pero recién separado de su esposa, quien se queda en Río de Janeiro con las dos hijas. Y sucede que en ese consulado brasileño de la ciudad hanseática trabajaba como secretaria Aracy Moebius de Carvalho, una paranãense de su misma edad, divorciada y con un hijo. Guimarães Rosa y ella se enamoran, y su amor queda reflejado en 107 cartas y 44 postales, billetes y telegramas, y en el diario donde el futuro autor de Gran Sertón: Veredas anotaba de manera bastante lúcida sus impresiones del mundo en derredor: ese mundo en derredor que es uno donde, no lo olvidemos, gobiernan los nazis. El flamante vicecónsul, admirador profundo de la literatura y el pensamiento alemanes, llegó a Alemania justo a tiempo para asistir al gran pogromo que pasó a la historia con el ominoso nombre de “die Kristallnacht”, “la noche de los cristales” (rotos, se entiende), la negación de la Alemania que tanto admiraba.

En ese mismo diario, Guimarães Rosa es parco en las referencias a su romance con Aracy: nada más que 16 menciones, pero ni siquiera ello valió como argumento para su publicación, impedida por las hijas que tuvo de su primera esposa. Un nuevo intento, a la larga inútil, de escamotear a una persona en la biografía de otra, como en aquella famosa foto de Trotsky con Lenin donde de pronto, en la Enciclopedia Soviética, desapareció la imagen del creador del Ejército Rojo. Miserias de la vida. En este caso, además, ridículas, porque la dedicatoria de la obra maestra de Guimarães Rosa, Gran Sertón: Veredas, no deja lugar a dudas del papel que ella representó en su vida: “A Aracy, mi mujer, Ara, le pertenece este libro”. Más claro, agua.

La parte que me parece más memorable de esta historia fue protagonizada por Aracy, con Guimarães como cómplice. Aracy logró que un funcionario de una comisaría hamburguesa emitiera pasaportes a judíos sin la J roja que los identificaba como tales, y gracias a ello le consiguió visados para salir de Alemania a varios cientos de esos parias del régimen nazi. Y lo hizo –y ahí radica el coraje civil de Aracy– a despecho de que el superior de ambos, de ella y Guimarães, el cónsul titular Joaquim António de Sousa Ribeiro, no otorgaba visados a judíos, tanto por su propio antisemitismo como por instrucciones secretas recibidas de Itamaratí, el ministerio brasileño de Asuntos Exteriores. Simpatizante con el régimen de Hitler, Sousa Ribeiro nunca hubiese firmado aquellos visados de haber sabido para quiénes eran.

En un amplio reportaje de la periodista brasileña Eliane Brum, aparecido en la revista Época, leo lo siguiente:
“Aracy era una morena con más curvas que el Rin, capaz de hacerle voltear la cabeza a los alemanes al verla pasar camino del consulado. Por suerte para los judíos, tenía también una personalidad capaz de volver ácido un Apfelstrudel. Un día le echó una bronca tan grande a un policía que quería revisar su automóvil, que el hombre se encogió delante de aquella petiza. Aracy, entonces, atravesó calmosa la frontera, con un judío en el baúl del auto. Mientras Alemania se incineraba en odio, Aracy y Joãozinho se abrasaban de amor. Lo que en nada entorpeció las actividades subversivas de Aracy. La pareja nunca vivió bajo el mismo techo en Hamburgo. Ella llegó a esconder judíos en su casa. ‘Él decía que yo exageraba, pero no se metía mucho’, contó Aracy, años atrás: ‘Nunca tuve miedo de nada ni de nadie’”.
Paralelos discurrían, pues, la aventura de esta Pimpinela Escarlata brasileña y su romance con Joãozinho, uno bien ardiente, a despecho de “los témpanos en el Alster [el afluente del Elba que atraviesa Hamburgo], donde se posan las gaviotas”, como dejó él escrito en su diario. Así, todavía en el verano, el 24 de agosto del 38, le confesó en una carta: “Deja que te diga que estabas linda, linda, a la hora de partir. Dormí abrazado a tu camisoncito rosa, todo impregnado del aroma del cuerpo maravilloso de la dueña de mi amor. Te seré absolutamente fiel, no miraré a las alemanitas, las cuales, por cierto, ¡todas se han vuelto sapos!”. Y en otra carta que los fetichistas entienden (entendemos) a la perfección: “Ahora me voy a la cama, para dormir con tu camisoncito rosa, después de platicar un poco con las chinelitas chinas, que me hablarán de los lindos piececitos de su dueña”.

De regreso al Brasil, Joãozinho y Aracy se casaron, y hay dos detalles de sus vidas que siento la tentación de destacar, y a lo único que no sé resistirme es a la tentación.

En Itamaratí, la parte más importante del desempeño de Guimarães Rosa tuvo que ver con problemas de delimitación de fronteras, en Sete Quedas con el Paraguay, y también en el Pico da Neblina (por la selva amazónica) con Venezuela. En homenaje a ese desempeño, crucial en ambos casos, se bautizó con su nombre una montaña de la cordillera Curupira. Hasta donde sé, el Guimarães Rosa debe ser el único Pico del mundo que se llama como un gran escritor, y a mi juicio, más que una cumbre es tan solo la punta petrificada de un iceberg, como también lo  es la obra publicada de quien le da nombre.

Y en Yad Vashem, en Tel Aviv, el 8 de julio de 1982, Aracy fue reconocida entre los Justos de las Naciones, la más alta dignidad que concede Israel. Lo que me hace gracia es pensar que Aracy cumple años el 20 de abril, el mismo día que una persona contra la que combatió en una personalísima  guerra de guerrillas, desde su despacho del consulado de Brasil en Hamburgo. Me refiero a Hitler. Y dicho sea de paso: este año, la señora Aracy cumplió cien, rodeada del cariño de los suyos, en São Paulo. Lamentablemente quizás no lo supo: padece de alzhéimer.

No he pretendido en ningún momento sentar cátedra acerca de João Guimarães Rosa, sino lisa y llanamente hablarles de un gran escritor cuya obra admiro desde que tuve la fortuna de leerla, y que al releerla para preparar esta conferencia, me llevó a estudiar asimismo la vida de quien la escribió. Y resultó, también para mi fortuna, y sobre todo para la suya, que un capítulo de esa vida fue su mejor romance, en el doble sentido de la palabra. Ojalá les haya gustado.

Ricardo Bada (Huelva/España, 1939), escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Autor de La generación del 39 (cuentos, 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, 1994), Amos y perros (cuento, 1997), Me queda la palabra (ensayos, 1998) y Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, 2000).
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