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Foto: Alexis Tsipras |
Manolo Monereo | Ellos, los que mandan, nunca se equivocan.
Aciertan casi siempre. Su especialidad es cooptar, integrar, domar a los
rebeldes para asegurar que el poder de los que mandan de verdad y no se
presentan a las elecciones se perpetúe y se reproduzca. El transformismo es
eso: instrumento para ampliar la clase política dominante con los rebeldes,
con los revolucionarios, asumiendo algunas de sus reivindicaciones a cambio de
neutralizar y dividir a las clases subalternas. La clave es esta: para
conseguir que el sujeto popular sea no solo vencido sino derrotado, es
necesario cooptar a sus jefes, a sus dirigentes. Con ello se bloquea la
esperanza, se promueve el pesimismo y se demuestra que, al final, todos son
iguales, todos tienen un precio y que no hay alternativa a lo existente. La
organización planificada de la resignación.
Con Tsipras no ha sido fácil. Era un reformista
sincero y, además, un europeísta convencido, de los que pensaban que se podrían
conseguir concesiones de los socios europeos; que a estos se les podría
convencer de que las políticas de austeridad no solo eran injustas sino
profundamente ineficaces y que para poder pagar la deuda se deberían incentivar
un conjunto de políticas diferentes que relanzaran la economía, que
solucionaran la catástrofe humanitaria que vivía el país y que hicieran
compatible la soberanía popular con la pertenencia a la UE. Varoufakis ha
sido la cara y los ojos de esta estrategia negociadora que él, en algún
momento, ha definido como kantiana, es decir, basada en la razón y en la
búsqueda del interés común.