Empieza a cansarme este cuento del soldado demente”. Era
predecible, por supuesto. No bien el sargento de 38 años que masacró el domingo
pasado a 16 civiles afganos, entre ellos nueve niños, cerca de Kandahar,
regresó a su base, ya los expertos en defensa y los chicos y chicas de los
“centros de pensamiento” anunciaban que había “enloquecido”. No era un perverso
terrorista sin entrañas –como sería, desde luego, si hubiera sido afgano, en
especial talibán–, sino sólo un tipo que se volvió loco.
Esa misma tontería se usó para describir a los soldados
estadunidenses homicidas que perpetraron una orgía de sangre en la ciudad
iraquí de Haditha. Con la misma palabra se describió al soldado israelí Baruch
Goldstein, quien masacró a 25 palestinos en Hebrón, algo que hice notar en este
mismo periódico apenas unas horas antes de que el sargento “enloqueciera” de
pronto en la provincia de Kandahar.