Especial para La Página |
Mi padre me contó la leyenda en una tórrida noche de
insomnio tucumano; una de esas noches en las que el sudor del cuerpo moja las
sábanas y te impide dormir. Recuerdo que estábamos ambos sentados en la larga y
fresca galería de la casa del Ingenio Amalia. Como yo ya estaba alcanzando la
edad de la pubertad, mi padre juzgó que era tiempo de que yo conociera y
comprendiera la leyenda. Hablando de hombre a hombre me la contó pausadamente,
con la seriedad requerida. Antes de comenzar su relato usó su mano derecha para
acomodarse ahí abajo entre las piernas, mientras que con la mano izquierda
alisaba repetidamente su masculino bigote.