Javier González-Cotta
Siempre se acude a un inicio. Como una frase que necesita de sujeto, verbo
y predicado, así en todo inicio suele haber una fecha, cierto lugar, una
escena. La historia, cuando el tiempo lo consume todo o casi todo bajo un
epitafio de mito y tragedia, suele acudir a un comienzo. Una fecha concreta, un
lugar y no otro, la escena de marras. A partir de ahí sucede el resto, lo que
de forma común se conoce como el curso de los acontecimientos. En tal sentido
la historia puede leerse de otra forma, como una novela de avatares.
Londres, 13 de enero de 1915. El War Council analiza el
envío de una apabullante flota con rumbo al antiguo Helesponto, el estrecho de
los Dardanelos. El enclave se sitúa en una península turca llamada Galípoli
(Çanakkale, para los turcos). Por la costa sur, con vistas al Asia Menor, el
espigón de Galípoli se asoma a las contritas ruinas de Troya. El 28 de enero,
en el número 10 de Downing Street, el primer ministro Asquith da su apoyo
personal a la operación. Acto seguido, al atardecer del mismo día, el War
Council aprueba el inicio de la epopeya. El primer lord del Almirantazgo,
Winston Churchill (joven audaz y con veleidades de literato: Savrola es una incipiente novela de juventud),
no oculta su contento. Pero conviene cuidar la flema, tan británica por otra
parte.