Joseph Brodsky Foto de Getty Images |
Había en San Petersburgo, cuando se llamaba Leningrado, una
escuela, que estaba enfrente de una fábrica de armamento, que estaba al lado de
un hospital, que pertenecía a una prisión, la prisión más famosa de toda Rusia,
Las Cruces, con sus 999 celdas. Había en Leningrado, en aquellos primeros años
de posguerra, un pelirrojo llamado Iosip Brodsky (*) que fue a esa escuela
hasta que lo echaron y consiguió trabajo en ese arsenal, de donde fue a dar con
sus huesos en aquella cárcel, donde lo despacharon al pabellón de enfermos
mentales de aquel hospital, donde lo ponían a pasar la noche en chaleco de
fuerza, luego de empaparlo con una manguera (al enfriarse y contraerse, el
chaleco de fuerza iba haciendo cada vez más honor a su nombre). Antes lo habían
llevado a juicio, por parásito, por poeta, por judío. En determinado momento
del proceso, el fiscal le preguntó: “¿Y a
usted quién le dio permiso para decirse poeta?” El pelirrojo Brodsky, que
tenía veintiún años, le contestó: “¿Y a
usted quién le dio permiso para decirse hombre?”