Joseph Kony Jefe del Ejército de Resistencia del Señor / Uganda |
La semana pasada un grupo de estudiantes de la Universidad
de California en San Diego, Afghans
for Peace, me invitó a participar en una vigilia para conmemorar la muerte
de los 16 civiles afganos asesinados manos de un soldado norteamericano cerca
de Kandahar. A pesar de no ser de ningún modo un especialista en Afganistán,
accedí a hacerlo porque esta guerra, la más larga en toda la historia de los
Estados Unidos, es además la más olvidada de las guerras olvidadas. El evento
sin duda estaba impulsado por la lógica espectacular de los medios y su énfasis
exclusivamente emotivo en las muertes de niños y mujeres. No es que la muerte
de niños y mujeres no sea una tragedia, entiéndase, sino que todas las muertes
lo son antes y después de este ominoso suceso que no hace más que poner de
manifiesto el fracaso de una operación militar que nunca fue una guerra justa
por más que Obama y Leon Panetta se empeñen en convencernos de lo contrario con
fotos de mujeres mutiladas por los talibanes en la portada de la
revista Times. Con todo y con eso, sumé mi voz a la de las organizadoras
del evento, porque nunca es tarde para pedir no sólo un juicio justo y en
Afganistán para el soldado norteamericano responsable de la masacre, sino
también la abolición de las siniestras estructuras gemelas que sostienen la
maquinaria colonial de guerra norteamericana dentro y fuera de sus fronteras:
el complejo militar industrial y el complejo industrial de prisiones.