Antonio Rondón
Aunque muchos la conocieron en la época soviética como la
emblemática Leningrado, por su gesta ante el bloqueo fascista, San Petersburgo
muestra hoy todos los colores de la cuna de la intelectualidad rusa. Muchos ven
a San Petersburgo desde los inicios del siglo XXI como la capital norteña de la
Federación Rusa, el lugar de donde salió casi todo el equipo que acompañó a
Vladimir Putin en el Kremlin o como el ya superado cliché de ser la ciudad
criminal de la nación.
Lo cierto es que la
última década resultó para esa ciudad, fundada oficialmente en 1703 por el
entonces zar ruso Pedro I, un paso a la modernización y remozamiento de sus
principales perlas. Claro que cuando se dice San Petersburgo, también todos
recuerdan al Petrogrado de la Revolución de Octubre, cuna de la transformación
socialista soviética, una obra que inició en su tiempo Vladimir Ilich Lenin.
Sería difícil recorrer sus calles sin palpar los momentos cruciales de una
revolución que dio un vuelco total a la visión y construcción del mundo, una
revolución de obreros, campesinos y soldados.
La ciudad, tras los
sucesos de octubre de 1917, dejó de ser la capital de lo que fuera en su tiempo
el Imperio Zarista para retornar como centro del arte y la intelectualidad y
fue conocida como Petrogrado hasta 1924, cuando se denominó Leningrado en honor
a Lenin. El 6 de septiembre de 1991, la urbe retomó su original nombre de San
Petersburgo en medio de los apabullantes cambios que trajo aparejada la
desaparición de la Unión Soviética y el inicio del escabroso camino de la
economía de mercado. Claro está, las joyas como el afamado museo Hermitage, con
más de tres millones de piezas de arte, la plástica y la historia universal, el
teatro Mariinski o lugares como la Fortaleza de Petropavlovsk y la Catedral de
Isaac, conservaron y aumentaron su esplendor.