Marco Revelli | Turín
ha sido el epicentro de la llamada “rebelión de las horcas”, al menos hasta
ayer. Turín es también mi ciudad. Así que he salido de casa y me he ido a
buscarla, la rebelión, porque como decía el protagonista de una vieja
película de los años 70, ambientada en el tiempo de la revolución francesa,
«si
uno va, uno lo ve…». Bien, tengo que decirlo sinceramente: lo que he visto, a
la primera ojeada, no me ha parecido una masa de fascistas. Y ni siquiera de
vándalos de un clan deportivo. Ni tampoco de mafiosos o camorristas, o de
evasores sin castigo.
La primera impresión, superficial, epidérmica, fisionómica
—el color y la forma de los vestidos, la expresión del rostro, el modo de
moverse— ha sido la de una masa de pobres. Quizá lo digo mejor: de
“empobrecidos”. Las numerosas caras de la pobreza, hoy. Sobre todo de la que es
nueva. Podríamos decir de la clase media empobrecida: los endeudados, los
prejubilados, los fracasados o en riesgo de fracaso, pequeños