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Leyendo en la biblioteca ✆ Cristina Azócar Weisser
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Julio
Rafael Silva Sánchez
“El hombre siempre solo, con su mirada, suya, / con sus recuerdos,
suyos, / y con sus manos, suyas.” - Vicente
Gerbasi, Mi padre, el inmigrante, 1945)
Primera
Estación: El cine, la música y las primeras lecturas en una aldea sonora
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Especial para La Página
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Me descubro una noche, apenas cumplidos los once
años, en mi casa de Tinaquillo, parado frente al enorme espejo ovalado de la
peinadora de madre, en un ejercicio de escrutinio minucioso que sería cada vez
más apremiante. Venía del cine Esmeralda, regentado por tío Federico, en cuya
función intermediaria había disfrutado de la proyección del film Y Dios creó a
la mujer, del cineasta francés Roger Vadim, en donde mi amada de entonces (y de
siempre), Brigitte Bardot, me había trastornado secando su hermoso cuerpo con
una toalla diminuta, mientras bailaba al son de La Bamba de Ritchi Valens.
Recuerdo esto con precisión de relojero, porque sería el cine una de las
fuentes en donde abrevaría mis primigenias pretensiones expresivas. Frente a la
albura de aquella pantalla de cemento cada noche, a las siete en punto (por supuesto
que tenía entrada libre, gracias a la generosidad de tío), me sentaba a devorar
con avidez las penurias, las alegrías y desdichas de esos personajes
inolvidables que me obsesionaron desde siempre. Allí compartí las cuitas, los
desamores, las pasiones, los desencuentros, las tragedias de los charros
mexicanos (¿Cómo olvidar a Pedro Infante, Jorge Negrete, Pedro Armendáriz o Toni
Aguilar?) …el sufrimiento de las heroínas de labios ardorosos, dorados muslos y
corazones rotos, como María Félix, Rosita Vásquez, Elsa Aguirre, Rosa Carmina…
el tono quejumbroso y melancólico de Agustín Lara, eterno enamorado de su María
Bonita… los bailes voluptuosos de María
Antonieta Pons, Ninón Sevilla o Miroslava… la maravilla del discurso
aparentemente sin sentido de Mario Moreno, Cantinflas… la reciedumbre del Indio
Emiliano Fernández, la dicción perfecta de Arturo de Córdoba… Tampoco olvidaría
jamás la imperturbable madurez de Yves
Montand, en El salario del miedo, de Clouzot… la indescriptible belleza de
Giulietta Masina, en aquel papel de dulce prostituta, en Las Noches de Cabiria,
de Fellini o la inolvidable transparencia del rostro de Silvia Pinal, en Viridiana,
de Buñuel… toda una constelación de personajes, escenas, textos y melodías que
dejarían huella profunda en mi sensibilidad adolescente.