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Menipo ✆ Diego Velásquez |
Eduardo Zeind
Palafox | Henry L. Mencken, el fenecido sabio de
Baltimore, decía que sólo los hombres harto inteligentes tienen derecho a
criticar la parvedad de los libros que leen, de los hombres que escuchan, de
las pinturas que miran y de la música que compendian en las orejas. Sócrates,
crítico de la vieja Grecia, era más sabio que inteligente, más ancho que alto,
hondo, y con sus preguntas infinitas exprimía el finito saber humano. Roger
Bacon, para desmenuzar la madeja dogmática medieval, incurrió en observaciones
incómodas, señaló que gentes de la ralea de Santo Tomás, que se jactaban de
eruditos escriturarios, no sabían griego ni hebreo, esto es, amonestaba el
saber improvisado y no allanado por el materialismo, enemigo de toda mitología.
José Hernández, que prorrumpió la estabilidad argentina
atropellando las injusticias del gobierno con el overo de su hijo, Martín
Fierro, resolvió servirse del lenguaje popular para escribir su obra maestra,
iniciada como inicua crítica y terminada como inocua obra de arte. Toda crítica,
para de mal gusto no ser, debe evitar lo grotesco, lo trágico, y ser satírica.
La "sátira menipea", crecida por el tizón de Menipo de Gadara,
pensador del siglo III a. C., consiste en escrutar airadamente, esto es, desde
la altura celestial y desde la bajura infernal, los vicios humanos. Para
derogar normas establecidas en establecimientos de filósofos con cosmovisión de
tenderos, es necesario, afirma el lingüista M. Bajtin, esgrimir la risa, el
humor carnavalesco, las pericias carnestolendas, siempre antípodas de todo
formalismo carpetovetónico,