Francisco Álvez Francese | Después de que intentaran asesinarlo el 20
de julio de 1944, Adolf Hitler nombró a Dietrich von Choltitz comandante de las
tropas alemanas en París. Choltitz llegó a la capital francesa en agosto con la
orden de arrasar los monumentos y los museos, destruir los puentes sobre el
Sena, ir casa por casa: dinamitar la ciudad. A mediados de ese mes, se dice, le
llegó una llamada. El Fürher, dicen, y puedo imaginarlo con su voz obscena,
gritó al tubo:
“Brennt Paris?” (¿Arde París?). París no ardía. Se dice
que el comandante fue convencido de salvar la ciudad por el cónsul sueco Raoul
Nordling, que amaba, más que los edificios y las calles, lo que París
representa. Aun bajo el imaginario fuego nazi, o bajo el fuego bastante más
real de la
jihad (y no estoy, bajo
ningún concepto, equiparando el nazismo con Estado Islámico), París no puede
arder. A la pregunta de Hitler, imaginada o verdadera, sólo se le puede
responder negativamente, porque sobre la ciudad real, la hecha de concreto y
plástico, acero y vidrio, piedra y argamasa, levantada y destruida por miles de
obreros franceses o inmigrantes, siervos y esclavos a través de cientos de
años, hay otra de palabras, de pinturas, de películas, de fotografías y música
que levantaron Balzac, Céline, Caillebotte, Baudelaire, Cartier-Bresson,
Modiano, Godard (por citar algunos nombres, no más).