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San Onofre ✆ José Tomás Barazarte, escultor popular de Boconó, Edo. Trujillo |
Erick
Antonio Jimeno
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Especial para La Página
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No soy un hombre devoto. De esos que derraman su caudalosa fe en los
altares de oropel de iglesias coloniales, y la
manifiestan al mundo con cirios, velones, y exvotos.
De los que acuden religiosamente cada domingo a los deberes de la liturgia, confesión y comunión incluidas.
O de los promeseros que siempre tienen una deuda pendiente con la Virgen, o con los
Santos. No. Definitivamente
no me considero un creyente. Desde niño, abjuré en secreto de esos símbolos
y señales de la
cruz, padrenuestros, avemarías, y rosarios que con rigurosa penitencia se rezaban cada
día al caer el sol, en la casa de mis
mayores, sometido como estaba al disciplinado fervor de mi abuela y de mi
madre. Sólo por eso repetía vespertinamente,
con obligado acatamiento, las oraciones recurrentes y saltarinas. Tarde tras
tarde, misterio tras misterio. Bajo el
yugo matriarcal.
Debo reconocer, sin embargo, que mis
inclinaciones de apóstata precoz terminaban
cediendo en el rosario al arrullo de
las letanías, y no sé por qué encantamiento melódico, me reconciliaba en
aquellos momentos con la cadencia y poesía de esos versos marianos que salmodiaban la Rosa
Mística, Torre de Marfil, Casa de Oro, Arca de la Alianza, Puerta del Cielo,
Estrella de la Mañana, como metáforas lunares y perfumadas que hacían renacer fuegos extintos en mi impiadoso corazón.
En ese tiempo, para decirlo en una sola frase, me sostuve con una religión
católica de camaleón sin excesos de ortodoxia.
Porque, hablando en cristiano, Dios
siempre me pareció un sujeto razonable. Metódico y calculador, como un profesor
de matemáticas. Inventor de los días, las semanas, los afanes y los ocios, y que aprendió, entre
zarzas y decálogos, a tolerar ciertas expansiones mundanas de sus
criaturas, y hasta permitirnos mostrar , otros rostros y otras máscaras, como en un carnaval.