El Senador Enrique Erro vino a mi celda la tarde en que le
avisaron de su supuesta libertad (luego supimos que no era tal, sino sólo un
traslado a Buenos Aires). Vino a reclamar por adelantado lo que yo había
prometido: regalarle el juego de ajedrez que yo hacía a mano con migas de pan,
y que a él tanto le había gustado al verme ir haciéndolo con paciencia y tiempo
de más.
El juego no estaba todavía completo. Había comenzado
yo por los fáciles peones, los cuales tenían la cabeza redonda, un peinado con
flequillo, y unas polleras con flecos que le daban un supuesto aspecto de pajes
medievales. Los alfiles eran en realidad mi orgullo: un casco puntiagudo,
blasón de armas medieval al pecho, y una lanza vertical lograda al insertar un
palillo escarbadientes en la miga de pan antes de secarse.