Durante mucho tiempo existió una especie de acervo de la
humanidad que gozaba, no siempre con justicia, de un amplio consenso. Es lo que
se conoció por siglos como “los clásicos”, cuyo catálogo era de conocimiento
obligatorio, o casi. Un caballero del siglo XIX podía recitar fragmentos
enteros de La Ilíada o de La Divina Comedia y el acceso a ellos marcaba también
diferencias de clase y de origen. Un gentleman porteño, como Lucio V. Mansilla,
apela aquí y allá a ese tesoro compartido por el resto de su clase y un
provinciano como Sarmiento se ve restringido a acudir a autores más
contemporáneos, como un tal Fourtoul, convirtiéndolo en esa frase célebre que
se trae a colación cuando la situación se pone pesada: “Bárbaros, las ideas no
se matan”.
La cultura era una especie de reserva de sabiduría a la que acudir en momentos de desánimo o de incomprensión y, también, como una contraseña para discriminar leídos de ignorantes. En el ámbito académico más reciente, en Estados Unidos sobre todo, pero también entre nosotros, apareció una noción que, siendo antigua, está puesta sobre rieles nuevos.