Herbert Marcuse | La
tesis acerca del fin del arte se volvió una consigna familiar. Los radicales la
consideran una obviedad; rechazan o “suspenden” al arte porque es parte de la
cultura burguesa, de la misma manera que rechazan o suspenden su literatura o
su filosofía. El veredicto se extiende fácilmente a toda teoría, a toda
inteligencia (más allá de lo “creativa” que sea) que no dispare la acción y la
práctica, que no contribuya de manera evidente a cambiar el mundo, que no se
abra paso–al menos por algún tiempo–en el universo de contaminación mental y
física en que vivimos. La música alcanza este objetivo con la canción y la
danza; la música activa el cuerpo, las canciones ya no cantan sino que chillan
y gritan. Para hacerse una idea del camino recorrido en los últimos treinta
años se pueden comparar las melodías y los textos “tradicionales” de las
canciones de la guerra civil española con las actuales canciones de protesta y
rebeldía. O compárese el teatro “clásico” de Brecht con el
“living theatre” de hoy.
[1] Estamos presenciando un ataque no sólo
político sino también, y en primer lugar, artístico al arte en todas sus
formas, al arte como forma en sí mismo. Se niega, se rechaza y se destruye la
distancia y la disociación del arte respecto de la realidad. Si el arte es
todavía algo en absoluto, debe ser algo real, parte y territorio de la vida,
pero de una vida que en sí misma sea una negación conciente del estilo de vida
establecido con todas sus instituciones, su entera cultura material e
intelectual, toda su inmoral moralidad, su conducta exigida y clandestina, su
trabajo y su esparcimiento.