
El género de las películas de espías tiene casi tanta
historia como la del mundo: está bien, es un juicio retrospectivo y todo juicio
retrospectivo puede encontrar el futuro en el origen a la manera de destino o,
salvando las distancias, un género relativamente moderno en los albores de la
humanidad. Como breve cita, tengo presente la polémica que se instalo entre
Rodolfo Walsh y Jorge Luis Borges, dos escritores argentinos, que debatían en su
momento en torno al origen del policial. Mientras que el primero afirmaba que
podíamos encontrar el origen del policial en el conflicto entre Caín y Abel, en
la Biblia, bah, el segundo afirmaba que eso era posible, digo, que era posible
leer ese conflicto como un policial porque Walsh leyó después de que el género
policial había sido inventado, con Edgar Allan Poe a la cabeza. Bueno, fuera de
todas estas discusiones, vuelvo a la afirmación anterior: espías, en el cine,
hay a patadas, más que en el mundo — o ya dentro de él — y la película de Tomas
Alfredson, “Tinker Taylor Soldier Spy” es una de las mejorcitas de la historia
del cine y justificó su expectativa, sin lugar a dudas.