Especial para La Página |
Cuando deviene la crisis económica, y empeoran las
condiciones materiales de vida de la población, es natural que se exija a las
instituciones políticas una respuesta que consiga detener ese proceso. Eso es
lo que ha pasado en España en los últimos años. Sin embargo, la sensación
generalizada es que en este tiempo estas instituciones políticas no han sido
capaces, o no han querido, dar una solución al problema. Como respuesta,
instintivamente la población las declara inútiles e ineficaces. Es ahí precisamente
donde encontramos la explicación fundamental de la creciente desafección por la
política y sus instituciones. La política institucional es considerada una
herramienta no válida para poder dar soluciones a problemas tan acuciantes como
el desempleo, los desahucios y el hambre. Se cuestiona a las instituciones
políticas y se cuestiona la democracia.
No obstante, el problema nace en considerar que realmente
vivimos en una democracia. Nada más lejos de la realidad. Vivimos en una
democracia aparente, en una ilusión política a la que hemos convenido en llamar
democracia. Porque el poder, en esencia, no se encuentra en las instituciones
políticas para las cuales elegimos a nuestros representantes. El poder está más
allá, descontrolado, irresponsable y privado. El poder está en el dinero, en
esas grandes empresas y grandes fortunas –a las que a veces llamamos mercados-
que son capaces de doblegar los intereses de los parlamentos nacionales a
través del chantaje y la extorsión. El poder real es fundamentalmente poder
económico, y éste último no está sujeto a elección ninguna. Manda quien más
tiene y no quién más votos recibe.