Especial para La Página |
Junto al Río de la Plata, en el costado oriental
de la bella ciudad de Buenos Aires, y a escasos metros de la Casa del Gobierno
Federal, hubo un viejo puerto inicialmente inaugurado a finales del siglo XIX y
abandonado como puerto funcional muy poco después. Se transformó en un lugar de enormes
depósitos abandonados y sitios baldíos por una buena parte del siglo XX, hasta
que fue “reciclado” con viviendas de lujo en pleno apogeo del llamado
“neoliberalismo” menemista (peronista) en los años 1980, y es hoy, en pleno
siglo XXI, un lugar especial. Un lugar
de lujo, verdadero atractivo para el visitante desprevenido.
El humo, el ruido de las sirenas de los barcos,
el traqueteo de estibadores, la música de arrabal, ya no existen. Por supuesto tampoco sus habitantes de hoy son
los mismos parias, desclasados y miserables de la vida que lo habitaron por
tantos años.
Hoy es un sitio turístico, además de
emblemático. No hay visitante de Buenos
Aires que no sea llevado a admirar el “puente de las mujeres” del renombrado
arquitecto Calatrava, y a mirar de lejos la cadena de lujosos rascacielos que
se ubican hacia el este sobre el río, como si fueran un verdadero mirage,
ilusión de vida para la mayoría.Pero la mole impersonal de rascacielos al
estilo “primer mundo” no puede de ninguna manera inspirar hoy a poetas del tango
ni bohemios de la cultura. No tiene
carácter; no tiene alma. Los argentinos
que realmente aman Buenos Aires como ciudad de un carácter muy especial, mezcla
extraordinaria de culturas, argentina, europea y cosmopolita a la vez,
desprecian el Puerto Madero reciclado.
Definitivamente no es Buenos Aires.
No debería serlo. El puente de Calatrava
debería haber sido levadizo.